En Guatemala, la gran mayoría de la población no tiene tiempo para pensar en diálogos nacionales, pues está preocupada y ocupada tratando de sobrevivir el día a día. La pequeña porción de la clase alta está poco interesada en estos asuntos, pues tiene quiénes lo hagan por ella. Son sectores populares y de clases medias entre quienes se fraguan las discusiones sobre temas políticos, sociales y económicos, con el gobierno de turno como interlocutor.
Generalmente los procesos de diálogo son puestos en escena como respuesta a conflictos sociales entre un actor poderoso y uno con menos poder. Por lógica y teoría de la democracia, en esta ecuación, el gobierno electo por el pueblo debería velar por los intereses, demandas y necesidades de las mayorías, pero ya sabemos que esto no sucede así y sus porqués.
El diálogo ha sido un maquillaje más a partir de la firma de los Acuerdos de Paz, de la democracia guatemalteca. Ha sido utilizado como un mecanismo de dilatación de las reivindicaciones y para desgastar a las partes, generalmente las más desfavorecidas y con menos recursos.
El proceso de diálogo parte de la existencia de distintos puntos de vista. Implica comprender al otro y otra para ponerse en su lugar y entender su posición y punto de vista dentro del conflicto. Pero ¿qué pasa cuando los diálogos en un país tan desigual como Guatemala se sostienen entre partes con relaciones de poder tan asimétricas? También implica reconocer que una de las partes probablemente posee una posición privilegiada por medios no necesariamente justos ni legítimos, aunque tal vez sí legales. ¿Quién, en su posición de privilegio (posesión de tierras, grandes empresas, etc.), está dispuesto a reconocer eso?
Los privilegios han sido conseguidos en base a acciones autoritarias y violentas, sobre la idea de una supuesta superioridad étnica. En este país profundamente desigual, de relaciones de poder abismalmente asimétricas y las instituciones del Estado coartadas por la oligarquía, es imposible llevar a cabo diálogos en igualdad de condiciones, serios y con alguna posibilidad de transformación.
De ahí que hablar de desigualdad no le conviene a todos y todas, al menos no a los más privilegiados –y a sus voceros. Incluso para algunos y algunas no es un problema, sino se trata de una condición natural de los seres humanos, al estilo del darwinismo social.
Algo de lo que poco se habla respecto al diálogo, es que no siempre las partes tienen que ceder. Hay cosas que simplemente no se pueden negociar, como la vida. La vida representada en el territorio, en el agua, en la historia.
Por otro lado, un principio básico del diálogo interpersonal es atacar las ideas y no a la persona. Pero en Guatemala tampoco sucede así, lo que entrampa cualquier proceso desde el inicio, pues nos enfrascamos en que el otro o la otra es “malo” y nos autorizamos a adjetivarle como nos plazca (“terrorista”, por ejemplo).
Confieso que me es más fácil entender esa dificultad de diálogo en las generaciones que vivieron la guerra que en aquéllas más recientes. A veces pareciera que venimos arrastrando por inercia líos que no son nuestros, otras veces porque nos conviene. En otros casos sí tiene que ver con las condiciones de exclusión, marginación, la desconfianza histórica y ruptura del tejido social.
Necesitamos diálogo, sí, pero para transformar. No para representar otro acto más de la obra llamada “Democracia”.
* Mujer guatemalteca, estudió estudiar Ciencia Política y Relaciones Internacionales. Es investigadora de INTRAPAZ / Universidad Rafael Landívar. No cree en las verdades absolutas y en las mañanas se despierta con la ilusión de que los dinosaurios ya se hayan ido.
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