Ahora bien, este escándalo a primera vista pudiera verse como una descomunal muestra de poder autoritario por parte del presidente Pérez Molina, encaprichado porque Villavicencio sea el ministro de Salud. Aparentemente el presidente sería hoy tan poderoso que pasa como aplanadora sobre la institucionalidad y la “autonomía” (suena a chiste de mal gusto, pero no lo es), que se supone que deben tener instituciones como el Ministerio Público, la Contraloría General de Cuentas y el Organismo Judicial.
Pero para un político como Pérez Molina (y es que sí, es mucho más político hoy de lo que fue militar en su juventud), la indignación y enojo colectivos, y la consecuente desaprobación por parte de la gran mayoría es demasiado costosa. Un costo político en desaprobación popular que está creciendo de manera acelerada con los cada vez más grandes, descarados y bochornosos escándalos de corrupción y abuso. Una desaprobación que la prensa está mostrando con agresividad creciente, una prensa que hace solo unas pocas semanas era indulgente y tolerante con el nuevo gobierno.
Visto así entonces, ¿por qué el Presidente decide darse semejante “quemada”, empeñándose en mantener el nombramiento de Villavicencio, ya a todas luces ilegítimo? ¿Qué es tan poderoso para obligar al Presidente a tragarse la enorme ola de indignación y desaprobación, incluso de su propio electorado?
Para acercarse a comprender qué es lo que realmente está pasando, quizá baste recordar que en el Ministerio de Salud deben administrarse compras estatales en quizá los mercados más agresivos, opacos y hasta peligrosos. Entre ellas, las compras de medicamentos o de material médico quirúrgico que realizan la cartera de salud y el IGSS, a proveedores directamente vinculados a varios y diversos ámbitos del poder real en Guatemala.
Oscuros y escurridizos personajes que ejercen el poder de una manera astuta, inescrupulosa e implacable. Desde el financiamiento de campañas electorales de casi todos los políticos guatemaltecos (entre las más caras alrededor del mundo), hasta los empresarios como los directamente implicados en el caso Rosenberg, nada menos que acusados de haber sido quienes contrataron a los sicarios que ejecutaron al atormentado abogado. Y es que en Guatemala, como en casi todo el resto del mundo, el de la salud es un negocio que mata.
Este círculo de personajes, que más parecieran extraídos de un filme de Hollywood, ejercen un poder de verdad, y que según parece, son capaces de obligar a un presidente a que pague las facturas que debe. Así, para nombrar al ministro “apropiado” para los intereses y negocios en el Ministerio de Salud, el Presidente debía actuar sin remilgos o preocupaciones por el costo político de violentar las instituciones y el sistema de justicia.
Ciertamente se forzaron instituciones y leyes para lograr que en un tiempo insolentemente corto el Ministerio Público, juzgados y la Contraloría General de Cuentas, desestimaran 2 denuncias penales (incluyendo homicidio culposo), un juicio de cuentas y 22 reparos. Sin importar que la población resintiera ver cómo la “justicia” fue pronta y parcial para un “cuelludo”, ministro a la fuerza, pero lenta y cruel para el resto de Guatemala.
Con la carrera para que Villavicencio saliera del “detallito” formal del finiquito, queda ante los guatemaltecos un presidente que no está alardeando de poder autoritario, popularmente asociado al puño y la mano dura. Más bien, es un presidente debilucho que corrió despavorido, incluso violando leyes y perdiendo apoyo popular, con tal de satisfacer los intereses de quienes sí tienen poder.
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