La bienvenida me la da un oficial de la unidad de lavados de activos, frustrado por descubrir que los rayos X revelaron una multitud de billetes de un lempira en mi cartera de viaje. Afuera, mi hermano, la autopista, la oscuridad y el motivo de mi viaje.
Son las dos de la mañana fuera del hospital, y la primera imagen es poderosamente cruel: una niña, tal vez de cinco años, con las lágrimas secas en su rostro, apretando fuertemente un oso de peluche mientras su madre mira con desconsue...
La bienvenida me la da un oficial de la unidad de lavados de activos, frustrado por descubrir que los rayos X revelaron una multitud de billetes de un lempira en mi cartera de viaje. Afuera, mi hermano, la autopista, la oscuridad y el motivo de mi viaje.
Son las dos de la mañana fuera del hospital, y la primera imagen es poderosamente cruel: una niña, tal vez de cinco años, con las lágrimas secas en su rostro, apretando fuertemente un oso de peluche mientras su madre mira con desconsuelo la ambulancia en la entrada de emergencias.
Hace frío afuera. Es una madrugada en los Andes, pero el frío es mayor dentro del edificio: una virtud de los hospitales en todo el mundo. El siguiente apunte en mi memoria es que los guardias no llevan armas, dato curioso para quien se ha acostumbrado a la omnipresencia pública de muchas nueve milímetros. Hay caras con sueño y lágrimas que revisan mil veces sus celulares y se sobresaltan por cada aviso de la megafonía, que podría referirse a sus familias.
Sabía que algún día tendría que tomar un avión para esto. Nunca estuve listo, pese a saberlo. Y repetí mecánicamente un guion que conocía, un paso a la vez. Unidad de Cuidados Intensivos. Cruzo dos puertas, lavo mis manos (otra vez) y por fin puedo tomar su mano. Siempre será incierto si él pudo haber sabido que yo estaba allí, pero tomé su mano y hablé con él en voz baja. Le dije primitivamente que había llegado y que para él era hora de partir, mientras un monitor marcaba ritmos y curvas incomprensibles para mí.
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Afuera, los periódicos que empiezan a distribuirse hablan de cambios en el gabinete del Gobierno, de una vicepresidenta apartada de sus funciones por un escándalo de cobro de diezmos a sus empleados mientras estaba en el Congreso y de que el presidente debería explicar que, durante su estancia como diplomático en Ginebra, una petrolera brasileña amobló su departamento. Ritual de lo habitual: el Estado al servicio de un clan que saqueó sus recursos durante una década.
Sobre las cuatro llego a casa. El Toio, nombrado así porque le puse Toño sin saber que el vecino de mi papá se llamaba Antonio, me recibe con una mirada profundamente triste. Nos conocimos hace diez años: él estaba junto a un basurero. Cachorro perdido de mirada profunda, un saco de pulgas, que aceptó venir conmigo. Un perro rescatado de la calle al que dejé sin consultar en la casa de mi padre. Acaricié su cabeza y nos dimos un abrazo profundo. Los dos sabemos que tenemos una pérdida compartida.
Como en Las cosas, de Borges —que no sabrán jamás que nos hemos ido—, doy un vistazo a la biblioteca llena de clásicos, libros de pedagogía y literatura católica, cuyos títulos paso de largo. Respiro profundo y sonrío frente a un ejemplar de Nada, de Carmen Laforet, con el cual llevo batallando toda mi vida sobre si vale la pena su lectura.
La épica del momento requiere hacer vida entre la fragilidad, reivindicando la ternura, para evitar el aire a tragedia en esta despedida. Tomo nota porque, inevitablemente, algún día le tocará a alguien más por mí y debo estar seguro de que no habrá sermón sobre los verdes prados en que me hará reposar un buen pastor: quiero una playlist en la que haya psicodelia, metal y muchos gin-tonics.
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