Esto a pesar de tres años consecutivos (2010-12) en los que hemos demostrado como sociedad que sí se puede mejorar –la reducción de, al menos, un 25% no es nada despreciable. Los asesinatos macabros nos aterrorizan, lo cual distorsiona nuestra percepción sobre la realidad, al punto que todos nos creemos potenciales víctimas en cualquier lugar y momento. Aunque por otro lado, bien sabemos que es el hombre joven de las áreas urbano-marginales el que está más expuesto a ser víctima de la violencia.
Entre tanta negación y miedo, se han inventado “explicaciones” de y “soluciones” a la violencia, que no explican ni solucionan nada, despreciándose cualquier dato que las contradice o ignorándose del todo la evidencia disponible. En este sentido, se ha mitificado la violencia a tal punto que todos sabemos lo que pasa y cómo corregirlo, pero el problema continúa. No terminamos siquiera de comprenderlo. Más lejos estamos de resolverlo.
En el artículo que escribimos de manera conjunta con Claudia Méndez Arriaza en elPeriódico (27 enero 2013), titulado Siete mitos sobre la violencia en Guatemala, hemos intentado matizar muchas de esas ideas preconcebidas sobre el tema. Sin embargo, no lo hacemos contraponiendo nuestras propias creencias sino acudiendo a las estadísticas oficiales, a las cifras de los registros policíacos. Vemos los datos de homicidios a nivel agregado, desde lo nacional hasta lo municipal y por zonas de la capital, y luego los desagregamos por sexo y edad de las víctimas. Eso nos permite entender mejor la variable dependiente, es decir, la que queremos explicar (la tasa de homicidios por cada 100 mil habitantes). La mayoría de la información que presentamos nos revela factores de riesgo para ser víctima de la violencia homicida, como horarios, días de la semana, sexo y edad de la víctima. Pero hacen falta datos sobre el consumo de alcohol y la portación de armas, vitales para el enfoque epidemiológico.
La violencia no se distribuye homogéneamente en el territorio nacional. Se concentra en Petén, el departamento de Guatemala y en las regiones de oriente, nororiente y suroriente del país. En 10 departamentos ocurre el 79 por ciento de la violencia homicida, aunque en ellos sólo habita el 46 por ciento de la población. En esa GuateMala, la tasa conjunta es de 59 homicidios por cada 100 mil habitantes. Mientras tanto, en los otros 12 departamentos menos violentos, que denomino como la GuateBuena, la tasa conjunta es de 13 por 100 mil –muy similar a la de Nicaragua o Costa Rica en los últimos años. Esta realidad que se verifica año tras año, necesariamente nos lleva a cuestionar la idea de una cultura nacional, que se asume como homogénea y violenta.
Hay que explicar por qué en los municipios con mayoría de población indígena (en área rural y más pobre) los niveles de violencia pueden descender hasta un dígito, mientras que en los lugares con mayoría ladina (menos pobres, más urbanizados y hasta con mayor presencia policial), las tasas pueden llegar a tener hasta tres dígitos. Así, entonces, empezamos a explorar las variables independientes o explicativas.
Una de esas variables es la cultural, que me parece puede analizarse más productivamente desde el concepto de la “cultura del honor”. Otra variable es la institucional, como la presencia del Estado por medio de sus agentes encargados de hacer cumplir la ley. Claro que el contexto internacional también es relevante. Resulta que, en 2012, reportes preliminares indican que la violencia homicida descendió en toda la región centroamericana. ¿Por qué y cuáles son los canales de transmisión de un país a otro? ¿Serán las pandillas juveniles como fenómeno trasnacional lo que más afecta? ¿O efectivamente tendrá un papel importante el narcotráfico y otras actividades del crimen organizado? No lo sabemos con certeza. Hay que investigarlo con seriedad y sistemáticamente para orientar adecuadamente las políticas públicas de seguridad ciudadana. Nosotros apenas clarificamos algunos puntos que consideramos importantes, con la data que está disponible.
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