Esta breve reflexión me resulta útil para referirme al más reciente estudio de dinámica de cobertura forestal para el período 2001-2006 que ha concretado un grupo de investigadores de la Universidad del Valle, del Instituto Nacional de Bosques (INAB), del Consejo Nacional de Áreas Protegidas (Conap) y de la Universidad Rafael Landívar (Iarna-URL), en un excelente ejemplo de trabajo interinstitucional. Comparadas con el período de análisis anterior (1991-2001), las cifras parecen ubicarse dentro de los niveles de deforestación usuales, pero detrás de ellas hay una realidad alarmante.
Uno de los datos más concretos es la pérdida bruta de poco mas de 100 mil hectáreas anuales (100 mil campos de futbol aproximadamente) de bosque natural para el período 2001-2006 (en el lapso anterior fueron al menos 83 mil hectáreas). La pérdida neta fue de casi 49 mil hectáreas (73 mil hectáreas en el período previo), ya que se registraron 32 mil hectáreas de regeneración natural y unas 17 mil hectáreas de plantaciones forestales (unas 10 mil hectáreas de regeneración natural y plantaciones en el período anterior).
Las dimensiones expresadas son alarmantes. Primero, porque la deforestación bruta (que afecta al bosque natural denso) es de casi 2.5% anual; segundo, porque la permanencia de la regeneración natural es incierta; tercero, porque al menos el 38% de la deforestación bruta tuvo lugar en las áreas protegidas, es decir en los territorios donde están los últimos remanentes de bosque natural alto y denso; y cuarto, porque en algunos municipios la deforestación hasta se ha duplicado respecto del período anterior, destacando San Andrés y Flores (Petén), Livingston y El Estor (Izabal), Purulhá (Baja Verapaz); Nebaj, Joyabaj, Cunén y Chichicastenango (Quiché) y San Martín Jilotepeque (Chimaltenango).
De forma complementaria, Iarna-URL ha desarrollado un análisis de los “frentes de deforestación”. Es decir, los sitios de mayor dinamismo e intensidad en la pérdida de bosques (con superficies mínimas de 250 kilómetros cuadrados), que generalmente afectan bosques de hoja ancha. Estos se ubican fundamentalmente en Petén (La Libertad-Montañas Mayas, Santa Ana-Tikal-Yaxhá, Melchor de Mencos y La Palotada) e Izabal (Manabique) y explican un 42% de la deforestación total nacional. El 58% de la deforestación restante ocurre en unos 110 “focos de deforestación”, relativamente pequeños (entre 26 y 200 kilómetros cuadrados) distribuidos en el centro, nororiente, noroccidente y sur del país, que generalmente afectan los remanentes de bosque de pino-encino y algunos de hoja ancha.
Es evidente que tan dañina es la deforestación en los “frentes”, como en los “focos”. En el primer caso, la deforestación es masiva, de gran escala, perceptible y tiene su origen en la sustitución de bosques a causa de la ganadería extensiva; la agricultura de pequeña, mediana y gran escala —esta última vinculada a monocultivos extensivos como la palma africana—, los incendios forestales, la narcoactividad y las respectivas combinaciones entre éstas.
En el segundo caso, la deforestación es atomizada, menos perceptible y tiene su origen en el urbanismo, la recolección de leña, la agricultura en minifundio, la tala en fincas cafetaleras y cañeras, el “madereo” ilegal —en gran medida impulsado por los propietarios de aserraderos—, incendios forestales y las respectivas combinaciones entre algunas de estas causas. Además, la deforestación genera un enorme flujo de productos forestales que ocurre, en un 95% del volumen total, al margen del control de las autoridades.
Las estrategias de combate de la deforestación deben ser, evidentemente, diferenciadas entre los “frentes” del norte y los “focos” del sur del país. En ambos casos, se requiere de acciones directas sobre las causas, lo cual implica desplegar capacidades humanas, físicas y financieras en los “frentes” y en relación a los “focos”. Pero también es necesario desmantelar las condiciones o “fuerzas impulsoras” de estas causas, las cuales tienen su origen en nuestras precarias capacidades político-institucionales, en el modelo de búsqueda de bienestar basado en el productivismo y el crecimiento económico, en la marginalidad y exclusión que padece más de la mitad de la población y, por qué no decirlo, en la incapacidad, la indiferencia y la corrupción que se padece en segmentos de los ámbitos público, privado y de la sociedad en general.
Estabilizar la superficie de bosques nacionales en un horizonte de unos 6-8 años, requiere —matemáticamente— “evitar” la deforestación a un ritmo anual mínimo de 10% y mantener un ritmo de “recuperación” de al menos 10 000 hectáreas anuales efectivas. Evidentemente, las estrategias también deben ser multisectoriales y demandan el involucramiento de prácticamente todos los ministerios del Gobierno, así como de los gobiernos departamentales y municipales. Lo que debemos entender es que este problema es de envergadura nacional y, por lo tanto, demanda ser asumido como prioridad nacional. Afecta directamente tanto a los espacios naturales —incluidos sus correspondientes bienes o recursos naturales, las condiciones ambientales y los procesos ecológicos— como a la vida ordinaria de los seres humanos.
Por último, deseo compartir lo que un amigo y colega de la Universidad Estatal de Ohio me decía hace unos días mientras observaba, desde la cima de la pirámide La Danta, en El Mirador, el esplendor de los remanentes de las selvas peteneras: “Perdona, pero no puedo dejar de decirte que me siento tan triste de ver cómo se muere tanta gente y se aniquila tanta riqueza natural, sin que la sociedad reaccione y más bien acepte que los gobiernos hagan más de lo mismo que no ha funcionado”.
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