Ernst Cassirer ha sabido delinear la evolución del pensamiento griego apuntando a tres etapas: la de los mitos fundacionales, la de los dioses-semidioses y, por último, la de los diálogos y las piezas teóricas. Si hacemos una revisión de los mitos fundacionales griegos y de las tragedias, es muy pero muy difícil encontrar referencias a un semideus que se arrodille frente a una deidad superior precisamente porque los semidioses apuntan al carácter rebelde e insumiso que la tradición griega infunde en todos los héroes clásicos. No importa que en la tradición helena el héroe siempre muera. Antes de morir ha sabido ganarse claramente el respeto de mortales e inmortales.
No así en la mitología hebrea.
Ponerse de rodillas cual aspecto de sumisión es más claro y está implícito en muchos de los textos. Cada vez que el texto refiere a caer en tierra o caer postrado hay, en efecto, la implicación de doblar las rodillas y ser sumiso. Abraham cayó postrado varias veces al ser levantado en sus sueños. De Moisés no se especifica nada claramente, pero cualquier hebreo sabría qué hacer al momento de contemplar el rostro del autoritario Jehová. Una de las tantas plagas mortales que afectó a los israelitas en el desierto solo tenía solución cuando estos «se arrodillaban y contemplaban la serpiente puesta en un madero». Sigue el conteo. Gedeón y su ejército fueron seleccionados con base en quienes se arrodillaban a beber el agua y quienes usaban la mano para llevar el líquido a la boca. Se nos dice, además, que todos los sacerdotes y el sumo sacerdote cayeron postrados al momento de la dedicación del templo de Salomón. En la literatura apocalíptica y escatológica, lo mismo se dice de los 24 ancianos «que lanzan sus coronas y se postran a los pies» de esa tan singular y extraña figura que se identifica con un carnero macho.
Ni Prometeo ni Ulises ni Hércules se habrían arrodillado tan fácilmente. Hasta la misma Antígona, aunque debe presentarse ante el rey de la ciudad (y seguramente hacer reverencia), con su sola presencia rompe todos los patrones establecidos de jerarquía y, no digamos, desobedece el edicto al final de cuentas.
La irreverencia y la sorna para contradecir tanto a los mortales como a los inmortales son parte del ideal griego que hoy sustenta el derecho de contestación de las democracias occidentales: la réplica en respuesta al poder. Ese derecho de réplica que por lo general utiliza la sorna, la burla, el sarcasmo y la irreverencia. Para el mundo griego, la transformación de las condiciones que nos afectan no deja de tener en cuenta el acto heroico, que por lo general termina en la muerte.
En la visión judía, el espacio es monopolizado por las obras y los portentos de la deidad no conocida. El simbolismo de la Pascua —valga el ejemplo de coyuntura— es la celebración de un paso simbólico cuya posibilidad de haber sucedido queda, al final de cuentas, en la capacidad sobrenatural. La liberación de la esclavitud que nos agobia sucede cuando menos lo esperamos. Y de la forma más portentosa posible. Nosotros no tenemos ninguna responsabilidad en el hecho, excepto la de postrarnos y agradecer.
Para los griegos habrá al menos algo en lo cual tengamos posibilidad de participar: morir intentando realizar un acto heroico congruente con los valores de todo hombre libre.
Atenas versus Jerusalén no es solo una dicotomía conceptual.
Es también una dualidad de vida.
Más de este autor