El Convenio marco de implementación de regalías voluntarias derivadas de la actividad minera, recientemente suscrito entre el Gobierno y la Gremial de Empresas Extractivas, es un indicador elocuente de ello.
Un convenio mediante el que se acuerda el “aumento” del 1% al 5% de regalías mineras, de forma voluntaria. Sí, leímos bien. Que el “aumento” en las regalías se fijó mediante un convenio y no mediante una ley o una modificación a la Constitución. Y que no es vinculante, sino voluntario. Voluntario, como si fuese un asunto de filantropía o de caridad y no de recursos públicos. No vinculante, porque incorpora una cláusula con dedicatoria solidaria para las empresas: en caso de baja de los precios de los metales en el mercado internacional, las empresas pueden rebajar nuevamente el pago al 1%, ya que a este país de la eterna crisis económica seguramente le sobran los recursos que a estas les faltan.
Las regalías, como compensación económica que les corresponde pagar a las empresas por los impactos negativos de la explotación de minerales, son un asunto que tiene como telón de fondo la discusión sobre el modelo de desarrollo que queremos para este país. Sin embargo, acostumbrados como estamos a vender el cuero antes de matar el venado, resulta que se da prioridad a la negociación con las multinacionales, por sobre los urgentes y necesarios diálogos a nivel nacional, sin considerar lo álgido de un asunto que ha provocado 59 procesos de consultas comunitarias que se oponen a la minería y sin considerar al Congreso como responsable de vincular legislativamente, no solo el pago a cargo de las empresas, sino sus limitaciones y responsabilidades sociales y ambientales.
Pero esto no es solo producto de la negligencia o de la ineptitud de los representantes del interés nacional. Que no se nos olviden ni la lógica, ni las dinámicas históricas detrás de la minería y el petróleo: desde el gobierno de Juan José Arévalo, con su legislación nacionalista, es conocida la presión e interferencia de las compañías extranjeras (y del gobierno de los Estados Unidos en ese entonces) para “relajar las restricciones” y que las regalías no perjudicaran sus bolsillos. Más adelante, durante el gobierno de Castillo Armas, la publicación de la primera versión del Código del Petróleo, que se hizo en inglés, es elocuente en cuanto a la eficacia de las presiones para modificar y “relajar” la legislación. Tan sólo 15 años atrás, en 1997, se reformó la ley de Minería durante el gobierno de Alvaro Arzú rebajando las regalías, del 6% en que estaban fijadas, a un 1%, aduciendo en aquella época que establecer mayores regalías implicaría frenar las inversiones en el país. Como disco rayado, el actual presidente argumenta lo mismo para no elevar las regalías esta vez por encima del 5%. Sí, cómo no. ¿Se habrá visto alguna vez a alguna multinacional en algún lugar del mundo privarse del oro y la plata, y salir huyendo ante el horror de regalías más altas?
En todo caso, el Presidente podrá seguir llenándose la boca de “respeto al medio ambiente” y de “inclusión y diálogo con las comunidades” en donde se establecen los proyectos mineros; podrá cobrar 5% o incluso 10% más en lugar de 1%, pero mientras no se transforme la vida real, esa de la gente de carne y hueso que vive la enfermedad por el cianuro en el agua, que padece los daños a sus viviendas por el uso de explosivos, el hostigamiento de los agentes de seguridad privada en las áreas de explotación de minerales, y las divisiones por conflictos comunitarios surgidos a raíz de la tensión por la presencia de las mineras, mientras esos relatos crudos permanezcan intactos y no sean escuchados para pensar un modelo de desarrollo mínimamente humano, el bien común y el interés nacional seguirán siendo puras pajas.
Con el debate sobre el modelo de desarrollo como telón de fondo, debería discutirse una nueva legislación preocupada no solo por el aumento a los porcentajes de las regalías y su destinación directa a las comunidades afectadas, sino también por regular la exigencia de estándares ambientales y laborales mínimos, y principalmente, por la incorporación de consultas y diálogo con las comunidades cuyos bienes, territorios y recursos naturales se están poniendo en jaque a causa de estos jugosos negocios. Al fin y al cabo ¿quién, con pruebas en mano, puede demostrar que un modelo basado en la minería representa desarrollo, bien común e interés nacional?
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