Los Censos de Población y Vivienda son un marco de información fundamental, y permiten responder con certeza y precisión a las preguntas claves de: ¿Cuántos somos? ¿Dónde estamos? ¿Quiénes somos? ¿Cómo vivimos? Las recomendaciones internacionales sugieren que se realice un ejercicio de esta naturaleza cada diez años, pues las modificaciones demográficas y en condiciones de vida a lo largo del tiempo, pueden distorsionar grandemente las decisiones o resultados de aquello que se planifique o interprete sobre una plataforma informativa desactualizada.
Y es que, en efecto, la información censal es usada para muchas decisiones claves en el quehacer público. Como mencionaba Karin Slowing, son varias las estimaciones y cálculos que dentro de la función pública requieren de esta data, y es por eso que el censo sigue pendiente y urge. Sin embargo, es necesario reflexionar sobre la importancia que tiene el fortalecimiento del Instituto Nacional de Estadística de cara a una tarea de tal magnitud: aun con premura y alta necesidad de contar con datos actualizados de esta índole, es preferible aguardar hasta saber que se está debidamente preparado.
Velar por la calidad de los Censos de Población y Vivienda es un imperativo, y esto tiene que ver con la posibilidad de contar, al final del proceso, con información de alta calidad estadística (si bien con algún nivel de error, que éste se mantenga dentro de los parámetros aceptables), pertinente (es decir, que la información recopilada responda a las necesidades de los usuarios), comparable (tanto respecto al tiempo como al espacio), oportuna (que los resultados salgan a luz en un tiempo prudencial) y accesible (que los usuarios podamos tener acceso a la información de manera amplia y fácil).
Para lograr esos objetivos es indispensable realizar una planificación rigurosa, de todos los pasos que componen el proceso de inicio a fin. Si bien todas las etapas deben de realizarse con suma responsabilidad y seriedad, las relativas a la fase pre censal (actualización cartográfica, discusión y elaboración de boleta, selección y capacitación de encuestadores, etc.) y del trabajo de campo propiamente (campaña de comunicación, logística, entrevistas, captura de información, etc.); son particularmente importantes. Lo son porque, recogida la información, no hay vuelta atrás: tendremos esa información (buena o mala, coherente o absurda, representativa o no, útil o inútil, comparable o incomparable) para los próximos diez años.
Y eso es mucho decir, cuando se sabe que será el marco para la planificación pública, la toma de decisiones, para el diseño de nuevas encuestas de hogares de temas específicos, para la repartición de recursos públicos, y para determinar la cifra de nuestros representantes políticos; entre otros. No es poco lo que este operativo colosal aporta, sin mencionar lo mucho que cuesta –en términos de recursos financieros como humanos–. Lo que se pone en juego no es mínimo, y la mala experiencia de otros países de la región (Bolivia, Uruguay y Chile), nos permite aprender de los riesgos que conlleva la subestimación del reto.
Y se perciben esfuerzos y buenas voluntades por parte de la gerencia actual del Instituto. Se ha dado seguimiento a ello, se conoce con cierta cercanía, y se valoran y aplauden los resultados y los proyectos. Pero la observación y el conocimiento de la institución también dejan ver –a más personas que solo yo– que hay obstáculos estructurales internos a superar, que han sobrevivido a las distintas administraciones, y que tienen ciertamente incidencia negativa en los productos finales de la institución. Culturas que conocemos y que se han dejado pasar, que limitan la capacidad de ser un ente independiente y técnico.
Se pide pues: sensatez, esfuerzos, valentía, ética y profesionalismo. El Censo de Población y Vivienda es una necesidad, y es un gran aporte para marcar ruta e iluminar el quehacer público en los próximos años. Lo requerimos, lo esperamos; pero si y solo si se está listo para llevarlo a cabo como debe de ser.
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