Me es difícil imaginar un enorme canal interoceánico destrozando la ecología del gran lago Cocibolca (el reservorio de agua dulce más grande de Mesoamérica). Me es difícil imaginar que la dictadura de Ortega se haya convertido en una similar o peor a la de los Somoza, pero disfrazada de un color ideológico diferente.
Me es difícil imaginar que los miembros de la Conferencia Episcopal de Nicaragua estén siendo sometidos a amenazas de muerte y a campañas de descrédito —al mejor estilo de los gobiernos militares latinoamericanos de los años 80 del siglo XX— ante su justificado intento de mediar en el conflicto. Me es difícil comprender el porqué de la no aceptación del diálogo (por parte del Gobierno) en la tierra de Darío. Pero, por más dificultoso que sea, debo aceptar que todo lo resumido está sucediendo.
Los preludios no son de ahora. Ni de meses atrás. Ya Ernesto Cardenal, en 1990, había tomado distancia del orteguismo explicitando: «Ya no hay FSLN, sino un partido electorero que ha puesto en el poder de nuevo a Ortega, le ha dado todos los poderes y lo está enriqueciendo fabulosamente».
Los preludios no son de ahora. Ni de meses atrás. Ya Sergio Ramírez Mercado, Premio Cervantes 2017, había sido vetado por el gobierno sandinista de Daniel Ortega como prologuista de un libro de Carlos Martínez Rivas. Dicho veto provocó un aluvión de protestas a nivel de la intelectualidad de América Latina.
Los preludios no son de ahora. Ni de meses atrás. Ya en el 2015, personas con quienes dialogué en mi primera visita (no turística) a Nicaragua me manifestaron su descontento por lo que llamaban «las erráticas políticas del Gobierno». Y debo aclarar que los comentarios salieron motu proprio. No dirigí ni una sola pregunta al respecto. Se trataba de personas (algunas ancianas) que habían participado directamente en la revolución. Una de ellas me dijo, señalando los árboles de la vida en la avenida Bolívar: «Mire, mire. No son árboles de la vida. Son árboles de la muerte. Más temprano que tarde nos traerán la muerte». Lamentablemente, el vaticinio se cumplió.
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Por todas estas razones, Daniel Ortega está en una difícil encrucijada. El pueblo nicaragüense tiene una historia muy distinta a la de los otros pueblos centroamericanos. Así como es de bondadoso y magnánimo, así también se defiende hasta con los dientes cuando de injusticias se trata. Y es lo que está sucediendo actualmente: una legítima defensa ante el ilícito intento del Gobierno de defenestrar su seguridad social. Ni duda cabe de que esa intentona solo fue la gota que rebalsó un vaso pletórico de descontentos.
Ha de recordarse que la seguridad social en los países de tercer mundo beneficia a los más necesitados, a los pobres entre los pobres, a los ancianos y a los niños desvalidos. ¿Qué razón habría entonces detrás de semejante tentativa? Porque quitarle a una persona lo que legítimamente le corresponde es un delito y un pecado, pero quitarle al pobre lo mínimo de su haber no tiene nombre. Más aún si semejante malogro proviene de un gobierno que se dice revolucionario y socialista.
Reitero lo escrito en mi artículo publicado el lunes recién pasado: «Bien indicó el papa Francisco en Paraguay, refiriéndose a las ideologías que instrumentalizan a los pueblos: “Terminan mal. No sirven. Las ideologías tienen una relación incompleta o enferma o mala con el pueblo. Las ideologías no asumen al pueblo”».
Nuestra solidaridad con la Conferencia Episcopal de Nicaragua, nuestro cariño para el estudiantado y nuestro más caro afecto para ese pueblo tan sufrido que aspira a la legítima libertad.
Cuando menos, por respeto a su supuesta ideología, Daniel Ortega debe aceptar y asumir el costo de sus errores o renunciar a la presidencia de su país.
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