No obstante, Guatemala jamás volverá a ser la misma. Me refiero a la Guatemala de las dos primeras décadas de la posguerra: argamasa entre silente y jocosa, excesivamente tolerante y a la espera de a ver qué pasa. Hoy la sociedad está haciendo que pase. Las recientes jornadas de protesta y sus resultados así lo anuncian.
El parteaguas fueron los desmanes del Partido Patriota. Por ello están en la cárcel Otto Pérez Molina y Roxana Baldetti, y la Cicig continúa la pesquisa de La Línea y cuantas líneas haya. Mas los intentos de tetrarca siguen siendo los mismos: devenidos del Movimiento de Liberación Nacional. De hecho, este fue la cuna política de nuestro actual presidente.
Y esas parodias de tetrarca, quede quien quede, harán lo posible y lo imposible por que la Cicig se vaya de Guatemala. Y es que ellos —en su inmensa sosería— han perdido ciertas dimensiones en cuanto a la realidad del pueblo. Entre otras, la merma del miedo y la recuperación de la vergüenza.
La implantación del terror y el aplastamiento de la dignidad fueron estrategias bélicas durante el conflicto armado interno, pero hoy las generaciones son otras y están convencidas de que la tolerancia termina donde la dignidad comienza.
Al conocer las papeletas electorales Guatemala 2015 —hasta con 14 casillas para la presidencia— me retrotraje a los cartoncitos de una lotería que dábamos en llamar la lotería macabra. Se trataba de un juego similar a las loterías normales, solo que esta comenzaba con la figura de la muerte, seguía con el borracho y terminaba con el diablo. Y me sobrecogió la misma sensación de agobio que me embargaba al jugar aquellas suertes en las ferias de mi pueblo.
Sufrí más desazón al recordar las cantaletas radiales y televisivas de tres candidatos que se confesaron cristianos y mencionaron la palabra Dios con alguna frecuencia. Me trasladaron sus rostros a mi adolescencia, cuando el lema «Dios, patria, libertad» lo encontrábamos hasta en la sopa. O lo escuchábamos de las bocas rancias de personas que muy lejos estaban del fomento de la libertad, ausentes de la patria y con los ojos cerrados ante la Eterna Presencia, pero abiertos ante su pequeño dios: El dinero mal habido producto de la opresión.
Para quitarme tales abatimientos me dispuse a leer un resumen del prólogo del libro de José Álvarez Lobo Fray Antonio de Valdivieso, O. P., obispo mártir de Nicaragua: 1544-1550 (Cartas). Y en uno de los párrafos, escrito por don Pedro Casaldáliga, encontré: «Esta opresión no es solo de injusticia. Es escándalo. Es antievangelización (sic). La mala nueva de la Buena Nueva pervertida […] Los abusos que en estas partes se cometen […] son para […] hacer aborrecible el nombre de Jesucristo entre todas las gentes…».
Diríase entonces que me fue peor. Lejos de encontrar la paz, hallé más aflicción por el peso de la verdad. Y contextualizando el pensamiento de Casaldáliga al aquí y ahora de Guatemala reflexioné: «¡Cuánto abuso cometen estos intentos de tetrarca al invocar el nombre de Dios para sus perversos fines y propósitos electoreros!».
Casi como un signo de los tiempos, un niño pasó frente a mi casa tarareando el himno nacional. Lo escuché desde un balcón. De inmediato vinieron a mi mente los versos tercero y cuarto de la primera estrofa: «… ni haya esclavos que laman el yugo / ni tiranos que escupan tu faz…». Y recordé la tesis central del documento que leía: «El mal que existe en estas tierras se reduce a la tiranía […] y el menosprecio a la autoridad…». Aquí el autor se refería a las amarguras de la Nicaragua del siglo XVI.
¿Alguna diferencia con la Guatemala actual? Ninguna, pensé. Excepto la inesperada reacción de la sociedad guatemalteca, que de pronto despertó y recobró su dignidad. Razón de más para advertir del peligro de la euforia, que no es una emoción tan positiva. Puede hacernos salir del agobio, pero esfumarse en un santiamén. Hemos de dar paso entonces a la convicción, pues nos esperan largas jornadas. Los nombres de muchos electos ayer presagian vendaval.
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