De oídas sabía que eran “shucos”, sabía que eran “brutos” y “huevones”, había escuchado discusiones sobre si eran genéticamente inferiores o si su condición de menos-que-persona venía dada por la voluntad del creador. Fuera una explicación científica o teológica, las conversaciones sobre la inferioridad de los otros derivaban ora en una justificación para un hipotético extermino de ellos (recuérdese, era, es y será hipotético, porque no hubo, no ocurrió esa palabra que empieza con “ge”), ora en una justificación para tenerles, pero en una condición de tutelaje, como a un sirviente sobre quien se ha la responsabilidad de decidir qué es lo mejor para él (que siempre coincide con lo que es mejor para uno).
De la primara recuerdo pocas cosas tan vívidamente como ese día. Fue un día en clase de estudios sociales. La maestra había puesto a alguien a leer sobre los diferentes tipos de razas que había en el país o en América o algo. Y, si mal no me acuerdo, la descripción de los otros era que tenían ojos achinados, pómulos salientes, frente prominente, tez cobriza, pelo lacio, grueso y negro, etc.
Conforme iba leyendo el compañero de clase –lo recuerdo como si fuera hoy– todos comenzamos a ver a los costados, adelante y atrás. Queríamos ver quienes se ajustaban a esa definición. Queríamos ver quiénes eran los otros. Por fin teníamos, de un libro de texto nada menos, una descripción para poder identificarlos.
No es que antes de eso no se hicieran bromas, burlas y ofensas basadas en eso. Pero ahora ya teníamos permiso, otorgado por la autoridad, para ser racistas.
Años más tarde pude ver en algún documental que los nazis habían desarrollado tablas con colores de ojos aceptables y tonos de piel admisibles. Era otra época, era una época en la que aún era perfectamente aceptable separar a la gente en categorías establecidas a partir de parámetros claramente definidos de quién es y quién no.
Y ahora que veo al gigante saliendo de la tierra, me queda bastante claro por qué el autor y la gente que pagó para que lo esculpieran decidieron que fuera alguien de apariencia blanca. Más que blanca, blanco del norte con su barba y su pelo de dios nórdico. Casi como una proyección del autor de cómo se va a ver Sperissen cuando sea viejo.
No sé dónde leí que las sociedades eligen expresarse a través de los monumentos. Y supongo que son sinceros cuando dicen que el gigante quiere dar la ilusión de levantar los sueños. Quizá por eso también tienen una fuente con niños sacados de una época pretérita e idealizada de la ciudad como tacita de plata.
Ahora, eso de la ilusión de levantar los sueños puede significar muchas cosas. Puede ser que quieran inspirar a la gente a ser mejores cada día, a esforzarse más, a buscar que sus sueños se conviertan en una floreciente realidad. O puede que sea hacerse la ilusión de que el país es todo así, con avenidas empedradas por donde juegan los niños y un área peatonal bonita en la que pasar las tardes de domingo. O puede ser que así se vean los chapines, o que así quieren verse, despertando un día como hombres nuevos, barbudos, con su piel blanca, su pelo ondulado, sus pómulos no-salientes y sus ojos no-achinados.
Supongo que, más allá de por qué lo hicieron así, la pregunta es por qué no lo hicieron de otra forma.
Acá un malintencionado podría especular. Hacer una estatua de un hombre con pómulos salientes, tez cobriza, ojos achinados, pelo lacio, negro y grueso ,y ponerla justo en el corazón de donde se reúne esa clase media alta capitalina, podría interpretarse de otra forma. Hacerla así –con rasgos físicos de ya sabe usted quiénes– y, es más, hacerla gigante y saliendo de la tierra, podría interpretarse como un monumento a todos los otros que enterrados en fosas a poca profundidad desde esa época cuando no ocurrió la palabra con “ge” o los que han muerto en sucesivos exterminios. Más aún, podría interpretarse como un gigante –o si nos vamos a las metáforas, todo un pueblo– que se levanta desde su tumba para pedir cuentas.
Y dígame si no es para cagarse de miedo la sola idea de que en lugar de Santiago Pedraz o un juez suizo el que venga a pedirle cuentas sea un gigante –un pueblo entero– con los rasgos del otro. Dígame si no.
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