El siglo XX tuvo la distinción de ser el de los avances científicos, cien años atrás inimaginables para el ser humano. De volar no más de 100 metros en el primer intento del brasileño Santos-Dumont, el ser humano pasó a surcar la estratósfera, viajar a la Luna y colocar productos tecnológicos en Marte. De realizar cirugías casi como se practicaba la disciplina quirúrgica en la Edad Media, en tan solo 20 años se pasó a las eras anestésica y antibiótica, que disminuyeron la mortalidad operatoria y posoperatoria. Y esos conocimientos se pusieron al servicio no solo del bien, sino también del mal. Las dos guerras mundiales son testimonio de ello.
A nivel mundial, el choque del cometa periódico llamado oficialmente Shoemaker-Levy 9 contra Júpiter el 16 de julio de 1994 produjo un cataclismo en nuestra galaxia equivalente a la explosión de 50 millones de bombas atómicas como las de Hiroshima y Nagasaki e infundió pavor e incertidumbre. Una articulista de la desaparecida revista Crónica de Guatemala se preguntaba: «¿Podría suceder algo similar en la Tierra?». Y dejaba insubordinado el pensamiento de la gente con un «tal vez» (Paiz, 1994) [1]. Hasta la fecha existe en la conciencia individual humana ese temor solapado a un suceso semejante en la Tierra, avivado a ratos por películas venidas del norte como Ícaro, Deep Impact (Impacto profundo), The Day After (El día después), etcétera, en las que un cataclismo —natural o inducido por la humanidad— suspende de pronto toda esperanza de subsistencia para las especies, mientras que la tecnología para enfrentarlo o la poca llama de vida que queda ¡está justamente en el hemisferio norte! The Day After Tomorrow (El día después de mañana) suaviza esas condiciones, pero propone una cesión de territorio latinoamericano —particularmente mesoamericano— a cambio de la deuda externa.
A nivel nacional, en las naciones latinoamericanas que tenían y tienen aún conflicto armado interno, el cese de las hostilidades entre las guerrillas y los gobiernos, el advenimiento de los acuerdos de paz —pero sin más paz que la de los cementerios— como consecuencia del cese de la Guerra Fría, «la apertura de la era poscafetalera y narcomplaciente» (Guzmán-Böckler, 2000) [2], la corrupción de los gobiernos civiles, que con su bandidaje santificaron a los gobiernos militares, y la invasión de estos países por hordas de sociedades sectarias proponiéndose como iglesias complicaron más los ya desgarrados panoramas nativos, pero también fueron y son signos.
En ese caldo de cultivo para tantas ideologías, conflictos sociales y utopías seculares de reestructuración social, los latinoamericanos percibimos una intensa acentuación del resquebrajamiento de nuestra conciencia social, hendimiento que se viene provocando desde la invasión europea al territorio de Abya Yala, denominado América en el siglo XVI, y que llegó a su culmen con la calificación de nuestros países como tercermundistas, codificación que, traducida desde el pensamiento de quienes la idearon, es sinónimo de atraso, vergüenza y condición de: «¡Cuidado porque esos no pagan sus deudas!» [3].
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Y así entramos al siglo XXI. ¿Qué signos tenemos enfrente ahora?
El más impactante es el de las migraciones. La gente huye. Huye de Venezuela, de Nicaragua, de Honduras, de El Salvador, de Guatemala y de muchos otros países latinoamericanos. Unos huyen hacia el sur, otros hacia el norte, pero todos huyen.
¿De qué huyen y por qué?
Sabido de que hay otras respuestas, arguyo acerca de tres en cuanto al porqué. Son las que a diario se me ponen enfrente.
Una corresponde al trastrocamiento que se ha ejercido sobre nuestro entendimiento de quiénes somos y de dónde venimos y de nuestra dignidad como pueblos originarios y como seres humanos. Otra es atinente al desmadre en que se convirtieron los contenidos de la mal llamada educación formal (véase la cantidad de faltas de ortografía que tienen muchos maestros que mal enseñan a leer y escribir). Y una tercera está relacionada con la evasión de la realidad de las grandes masas poblacionales. Como en una diabólica armazón, se nos ha encerrado, enceguecido y desesperado no necesariamente en un espacio físico. ¿Qué otra opción se tiene que no sea huir o morir?
La basa de todo el entramado es la descomposición que prevalece en nuestros gobiernos y Estados. Sus líderes no han pasado de ser marionetas del poder real, del cual muchos ignoran todo.
Por esa razón creo en la necesidad de meditar acerca de cuál es nuestro derrotero. Porque la esperanza de tener una vida digna no la debemos perder.
* * *
[1] Paiz, María Olga (1994). «Colisión en el seno de Júpiter». Crónica 50 (334). Guatemala: Anahté. Págs. 334-350.
[2] Guzmán-Böckler, Carlos (2000). Identidades prohibidas y libertades presentidas. Guatemala: Cholsamaj. Pág. 141.
[3] Guerrero Pérez, Juan J. (2007). De Castilla y León a Tezulutlán-Verapaz. La sobrehumana tarea de construir un país autónomo en el nuevo mundo del siglo XVI. Guatemala: F&G Editores. Pág. 153.
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