José probablemente sea gay. No cualquiera en este rincón de Guatemala sabe llevar una bufanda tan bien como él. Aunque quizá ni él mismo sepa que lo es. Gay es una etiqueta muy occidental, muy de ciudad grande. Pero hay algo que lo revela.
Lo que él más quiere es irse de allí —tal vez a Xela—. La relación con su madre se deterioró varios años atrás, cuando ella enviudó. Ella prefiere a sus hermanos pequeños, retoños de su nuevo matrimonio. José y su madre pelean todo el tiempo, pero en el fondo lo que ella no soporta es que los tíos paternos de José le prometieron a él un terreno de una manzana si termina sus estudios. A los hermanos de José, en cambio, su esposo no les podrá ofrecer nada.
Ese terreno no es la gran cosa, no para todo lo que lo hace sufrir. José no se hará rico con él. Los ricos de Patzité son otros. Cuando se despeja la neblina que envuelve al pueblo aparecen los caserones de tres y cuatro niveles. En uno hay una pequeña fuente en la entrada. En otro cuelga una buganvilia del balcón. En todos hay al menos un picop Hilux o Mitsubishi.
Se habrán gastado al menos unos Q500 000 en levantar esas torres de concreto en un lugar donde un almuerzo se consigue por Q5. Estas son las casas de los ricos. Son grandes y ostentosas, pero no dan la impresión de ser obras bien acabadas. Tienen esos contrastes propios de un lugar en transición: ventanas de marco angular y puertas de madera fina, dos niveles bien equipados y un tercero con columnas de hierro y restos de cemento, como a la espera de un presupuesto que permita completar el trabajo.
En la capital se ríen de estas cosas. Antes del terremoto de 1976, los pueblos del interior eran de casas de adobe. Eran pobres, pero pintorescos. Las construcciones de bloc empezaron a verse con el programa de reconstrucción del Gobierno. Las casas pomposas de varios niveles aparecieron un poco más tarde —en la década del 2000—, con el bum de las remesas, para gran lamento de los fundamentalistas del paisaje.
En Patzité ni piensan en eso. Hay muchas cosas que les faltan. Los pollos andan papaloteando impunes por las calles de tierra y los niños de diez años frecuentemente parecen de cinco. El alcalde auxiliar —Jerónimo— lamenta no poder hacer más por su gente. Él es uno de los hombres más prósperos del pueblo, pero le duele la pobreza que lo rodea. No hace mucho su familia estaba en la misma situación.
Con frecuencia, él se recrimina la falta de estudios. Debería haber terminado de sacar la licenciatura cuando era joven en lugar de dedicarse tan temprano a los negocios. Con el prestigio de un título, sus adversarios no podrían ganarle la partida tan fácil y quedarse con obras y presupuestos. «¡Patzité avanzaría muchísimo con un poco de apoyo del presidente!», afirma Jerónimo.
Pero no lo consigue. En las reuniones en la capital siempre aparece ese desgraciado estigma de ser el señor del morralito, ese personaje colorido de fábula que llega del interior a una tienda de artículos de lujo y por su aspecto es mal atendido hasta que un vendedor descubre que trae mucha plata en efectivo. «Duele, pero al final que te vean así es un avance», confía Jerónimo. A sus padres y abuelos ni los habrían dejado entrar. «A como vamos creciendo, a mis nietos son a los que van a venir a buscar de la capital, ¿eh?», dice antes de soltar una carcajada. «Hay que seguir trabajando».
En las calles polvorientas de Patzité resulta imposible encontrar una superficie nítida. El polvo y el sucio de las gallinas lo nublan todo, hasta la desesperanza y el poderío.
*Historia y nombres ficticios.
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