Sospechan que, dado ese caso, se dirá que todas las aportaciones fueron concienzudamente examinadas, para finalmente dar por aprobado un texto un poco más maquillado, pero estructuralmente intacto.
Algunos concluyen en que participar en el proceso sería una manera de dar un espaldarazo de legitimación al orden económico y social existente. Se rehúsan a ello, prefiriendo no formar parte del sospechado desenlace. Otros sienten la perturbadora necesidad de decir algo, de aportar sus ideas con la esperanza de incidir para cambiar el texto. En cualquier caso, desearían expresar el agravio, señalar la incoherencia. Saben que el proceso es ilegítimo, pero también tienen la certeza de que la aprobación del reglamento es inminente. Y en ese caso –creen– quizá sea peor arrepentirse después, que hacer el intento y decir a tiempo “esta boca es mía”. Los aprietos de la conciencia cuando se conocen los verdaderos telones de fondo…
Es que hemos constatado que la mejor excusa para la violación de los derechos humanos es argumentar su falta de desarrollo legislativo. Es tan raquítica la actividad judicial en este país que no se puede apelar a un criterio formado que aplique consecuentemente los convenios internacionales en la resolución de casos concretos.
Así, cuando se “desarrolla” un derecho mediante una ley o un reglamento, se termina vaciándolo de contenido, como ha sucedido en este caso del derecho a la consulta. Se invierte el sentido ideológico del derecho, convirtiéndolo en un arma de doble filo que, al voltearse en contra de sus propios titulares, produce parálisis social: el Convenio no se aplica porque no hay una ley que desarrolle el derecho a la consulta, ni un poder judicial que le dé vida sentando precedentes o jurisprudencia. Gracias a esto, tenemos un polvorín por todo el país, derivado de la creciente indignación ante el negocio de las concesiones. Cuando el conflicto está en plena ebullición, salen al paso con “este” reglamento y entonces se cierran los caminos: ya no se sabe si era mejor dejar las cosas como estaban, porque con esto incluso podrían empeorar.
En esta era de los “nunca más” y de la “no repetición”, cuando las reflexiones sobre la justicia volverían supuestamente a ser las preocupaciones de fondo del derecho, el acto de reglamentar ideas como la “mitigación de los daños” que es algo así como la negociación de lo que ya no tiene remedio, o la “reparación”, que se traduce en una cuenta por cobrar sobre daños irreparables a una vida y una salud que de por sí ya son precarias, nos indica reveladoramente que no hay margen alguno para los cambios de fondo.
Es siniestro: el lenguaje y los canales de los derechos humanos, cuya naturaleza fue la justicia y reparación por violaciones cometidas en un pasado desprovisto de garantías para la gente, se utilizan ahora para planificar la mitigación y reparación por violaciones clara, fatídica y previamente anunciadas.
Yo me pregunto adónde nos lleva todo esto. Me pregunto qué sentido tienen estos debates en donde los discursos se agotan en una crítica que tiene como punto de llegada exactamente el mismo punto de partida: multiculturalismo liberal y capitalismo como único camino. ¿Es posible hablar de luchas por el territorio dentro de un corsé tan asfixiante? ¿Qué rumbo tiene este debate sobre consulta a los pueblos indígenas en un contexto donde el Estado ve reducido, por no decir que ha perdido (si es que alguna vez lo tuvo) su poder político y sus capacidades de acción, ante el creciente poder de las corporaciones privadas?
Como los derechos no son fórmulas de garantía de transformación alguna de la realidad y pueden constituirse apenas en dispositivos para la lucha política, habría que romper con esta miopía de lo aparente para identificar los posibles núcleos de esa lucha política. Apelar nuevamente a ese potencial emancipatorio que descansa en el acto básico y vital de la reivindicación, en medio de este espectáculo de la fatalidad. Rastrear ese germen entre las líneas de la historia que estamos escribiendo, y alimentarlo pacientemente, mientras nos vemos por dentro, nos desmontamos e indagamos si estamos apuntando hacia los blancos correctos.
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