Desde la construcción de Guatemala como un país independiente se sentaron las bases de conflicto y polarización que aún hoy son muy evidentes en el diario vivir de nuestra sociedad y que impiden sistemáticamente que en algún momento generemos un proyecto de nación de corto, mediano y largo plazo que nos haga arrimar el hombro, uno con el otro, para encaminar nuestros pasos hacia un futuro compartido, cualitativamente diferente al que ahora vivimos.
Esta realidad, que parece muy obvia para los estudiosos de las ciencias sociales, pasa desapercibida para la mayoría de la población, aunque influye en las perspectivas de futuro y, particularmente, en las visiones encontradas de la política, que para el politólogo Carl Schmitt se sintetizaban en la dualidad amigo-enemigo. El hecho de que las bases de lo que hoy conocemos como Guatemala se hayan cimentado sobre lo que el historiador Severo Martínez Peláez llamó «la patria del criollo» aún condiciona dramáticamente las posibilidades de cada ciudadano guatemalteco: mientras más como nativo se identifique, menos posibilidades hay de que existan condiciones institucionales para promover la movilidad ascendente en la estructura social.
Las bases excluyentes y racistas también condicionan la llamada resistencia ciudadana, la cual, por ejemplo, documenta profusamente la película 500 años, de la estadounidense Pamela Yates, por estrenarse en Guatemala en los próximos días. Esa resistencia indígena y campesina, que se enfrenta sistemáticamente a una visión empresarial de instituciones como el CIEN y la Fundesa, es el auténtico meollo que lleva periódicamente a enfrentar a quienes se identifican con las ideologías tradicionales (izquierda-derecha), lo cual a su vez lleva a que, pese a que existen muchos esfuerzos por cambiar Guatemala, ninguno aglutine las fuerzas vivas de nuestro país.
La lucha contra la impunidad que desde el año 2015 iniciamos con fuerza en Guatemala hizo evidente esa fractura originaria, sobre la cual se han construido un sinfín de etiquetas y divisiones que hacen interminable la discusión sobre cuál debería ser el futuro de nuestro país y las acciones a tomar en el corto, mediano y largo plazo. El resultado: aunque hacemos mucho para cambiar, en realidad no cambiamos la esencia racista, discriminadora y excluyente sobre la cual queremos cimentar el futuro.
Por supuesto, como ocurre en todo proceso social, el racismo y la discriminación tienen siempre dos lados, como el espejo: cada quien tiene su propia historia y punto de vista. La discusión sobre la revista Look y la tienda María Bonita no hicieron más que mostrar esa dualidad estructural sobre la cual se cimentó nuestro país. Mientras no superemos ese pecado original, esa fractura estructural seguirá incidiendo en las posibilidades reales de encontrar un verdadero futuro compartido, en el que ricos y pobres, civiles y militares, indígenas y ladinos, hombres y mujeres, y un largo etcétera, podamos reconocernos como miembros de una misma comunidad política, aquella que tiene como título guatemaltecos.
Lamentablemente, en pleno siglo XXI, cuando la identidad nacional va mutando hacia una ciudadanía global, la esencia problematizadora y contradictoria de la globalización sigue influyendo en la dificultad real de encontrar el camino para construir una nación guatemalteca. Para algunos es algo ya realizado —los que están más cerca del poder—, mientras que para otros es un esfuerzo realmente inviable, ya que es una suerte de trampa para validar la dominación existente. La mayoría de la población, sin embargo, ni siquiera lo contempla como algo medianamente importante: defender el color de la bandera o preservar la monja blanca como flor nacional y al quetzal como ave símbolo, por ejemplo, no son una prioridad.
Encontrar el rumbo hacia un futuro compartido, por tanto, sigue siendo el desafío primario de nuestra sociedad para este 2018.
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