Desde siempre, la modernidad en Guatemala –y en casi toda América Latina– se ha entendido como la imposición de un modelo de desarrollo excluyente. Y es normal y sano que en una democracia plural –en Guatemala, como ha sucedido en casi toda América Latina– la sociedad proteste cuando se impone un modelo excluyente. El problema no es que la conflictividad y las protestas sociales agobien a la sociedad, sino es más bien que el modelo el que provoca agobio.
La sociedad está tan agobiada por la falta de respuestas a sus demandas o a sus necesidades básicas, como educación de calidad y gratuita (o al menos costeable), salud gratuita y de calidad, seguridad social, justicia pronta, infraestructura, acceso a crédito o acceso a un empleo digno y un etcétera.
Atender estas demandas sociales y ser un mediador para construir una sociedad más próspera y cohesionada es una de las principales responsabilidades del Gobierno y del Congreso. Y no atender la conflictividad en el sentido de apagar fuegos, sino de construir las bases para un acuerdo nacional en torno a un modelo de desarrollo que beneficie a más guatemaltecos.
En esta materia, el gobierno de Otto Pérez Molina y Roxana Baldetti ha caminado en la dirección equivocada en la mayor parte de su primer año de administración. En la menor parte de su mandato, ha trabajado en la dirección correcta. Aprobó en febrero una primera reforma fiscal de impuestos directos para gravar a quienes están entre el 10 y el 2 por ciento que más gana en la sociedad y promovió, sin éxito, la aprobación de la ley de Desarrollo Rural, que puede dar oxígeno a la intervención del Estado en el campo para cambiar las condiciones de los menos favorecidos y desincentivar así motivos para la conflictividad.
No obstante, el resto de su dirección ha sido para apoyar el modelo que provoca la conflictividad. Este modelo deja fuera del pago de porcentajes significativos de impuestos al 1 por ciento que más ingresos tiene en la sociedad, o apoya a pie juntillas a las impresas extractivas o energéticas, a pesar de que los beneficios fiscales o sociales sean mínimos en comparación a sus ganancias por explotar recursos nacionales. El gobierno del Partido Patriota, además, ha hecho propio el discurso de convertir en “terroristas” a quienes protestan, en su mayoría campesinos indígenas: Esto es grave porque ha profundizado un imaginario anti-indígena, en el que sectores de la sociedad justifican masacres como las de ocho campesinos de Totonicapán a manos del ejército en la Cumbre de Alaska el pasado 4 de octubre de 2012.
Si bien quienes protestan podrían encontrar vías que causen menos molestias al resto de conductores, como obstaculizar un carril de la carretera en vez de todos. Así lo hicieron los campesinos que caminaron desde Cobán hasta la Ciudad de Guatemala en marzo y en vez de impedir, ralentizaron el paso de vehículos, como sucede en otras democracias. El resto de la sociedad podría ponerse en los pies de quienes manifiestan, pues a diferencia de poderosos que pueden, por ejemplo, dictar leyes en el Congreso, quienes protestan muchas veces pasan meses o años intentando que escuchen sus argumentos los representantes legislativos.
En política, reza un refrán español, siempre es muy temprano para enojarse. A la administración Pérez Molina-Baldetti todavía le quedan dos años para corregir el abordaje de la conflictividad. Al Congreso le quedan dos años para participar del debate de una manera profunda; de momento, son menos de 15 congresistas quienes lo intentan hacer, casi siempre de manera descoordinada. El primer paso del Partido Patriota para ayudar a disminuir la conflictividad es cambiar el enfoque: la responsabilidad no es de quienes protestan.