El descenso le hace a una desconfiar de antemano del calificativo de parque "natural", pero mi escepticismo (una especie de condición -ésta sí natural- del que renace en Guatemala) estaba de vacaciones. Por si acaso, aclaro que lo del renacimiento no es por ninguna convicción budista, sino por el hecho de haber vivido fuera de mi ombligo guatemalteco un tiempo suficientemente prolongado como para que pueda referirme a mi retorno como a una experiencia de renacimiento.
Asumo entonces que vamos a un biotopo. Como información suplementaria, sabíamos que encontraríamos una de las playas más hermosas y tranquilas de la zona. Así que opto por borrar mi cara de desconcierto -no me vi por el retrovisor- pero usualmente abro los ojos como órbitas planas y estaba segura que tanto letrero en inglés me estaba rayando la retina. Llegamos al lugar cundido de caras pálidas, enrojecidas por el sol. Alrededor de los estacionamientos, una cantidad razonable de guías "atacan" a los recién llegados. Ya nadie se defiende del ataque. Ni lo intentan. Lo mismo nos pasó a nosotros, en parte porque nuestro grupo familiar es un blanco perfecto, en parte porque uno de los guías se encaramó en el carro en el que íbamos y ya no nos dejó otra opción. Era encantador el guía tico. Mis familiares discutieron por los siguientes cuatro días sobre la diferencia entre encantador y embaucador. A mí me queda muy claro que era una mezcla de ambas cosas: sabía, el muy astuto, que al saludarme con un "¡hola, señorita!" -subrayando elocuentemente lo segundo- ya se había ganado el derecho de "guiarnos" por el parque. Si a eso le agregamos que nos hablaba en inglés (para las personas cuyo idioma materno no es la lengua de Cervantes) y en español, además de sus prudentes advertencias como la de no perder de vista nuestras pertenencias porque los "monos" o los mapaches podían robárselas, una le va agarrando cierta confianza transitoria al guía. No se preocupen: el extravío o robo de las pertenencias es parte del atractivo del parque. Y acto seguido nos hizo un precio especial para el laaaargo tour (25 minutos) por la selva -atravesada por un camino del ancho de un auto que se dirige convenientemente hasta la playa y los cambiadores. Aaaaah. Hacemos una pausa, nos miramos de reojo y sonreímos como hipnotizados por la habilidad del tipo de timarnos con nuestra total aquiescencia.
Es verdad, no deja de parecer un paraíso post-selvático gringoturistificado, pero seamos francos, Costa Rica tiene unas reservas manejadas hábilmente. Los turistas no nos quejamos: aprovechamos la experiencia, la variedad, la calidad de las ofertas y la ausencia de esquizofrenia paranoide. No es de extrañar que el año pasado este vecino país haya recibido un millón de visitas más que Guatemala. Con esa manía que la persigue a una para entender cómo es que puede haber diferencias sustanciales entre dos países separados pero compartiendo un mismo istmo, empiezo a indagar a cuánta persona se me ponía enfrente o estuviera anuente a conversar conmigo. Los guías son los primeros que caen, pero hay que agarrarlos en “fly”, destantearlos un poco para sacudirles su discurso aprendido y preguntarles si viven cerca de la reserva, qué hacen sus hijos, etc. Hubo más de alguno que me sorprendió con una diatriba antiturista: ya no es la inmigración nicaragüense sino la invasión de pensionistas gringos el horror de todo tico –si hasta una asociación de pensionistas norteamericanos existe. Además se va una dando cuenta al recorrer el territorio de la calidad de la inversión pública en escuelas y hospitales, por mencionar algo. En cualquier sitio hay acceso al agua potable. ¿Qué es lo que hace que Costa Rica tengan otros indicadores de ‘desarrollo humano’? ¿Qué es lo que hace la diferencia? ¿Por qué bañarse en el mismo océano no es igual? En Guatemala, te sumerges bajo el agua del mar y vuelves a salir con el pelo arrastrando una estela de espuma con los ojos cerrados más para fingir que te arden los ojos por la sal que por otra cosa; porque lo que arde no son los ojos. Es la vista. Es la visión. Ver afuera y no dentro del agua.
En Costa Rica, coincide la gente de a pie en decirme que Figueres fue un visionario; que la historia explica lo que es hoy este país. “Somos el resultado de historias” dijo el taxista. La historia… Esa señora que seguimos ignorando en Guatemala. Esa señora que se cuela a pesar de la negación y que insiste –vieja rezongona- que aquí hubo una ventana a mediados del siglo XX que se cerró impune y violentamente.
Añadió también el señor taxista que pagan muchos impuestos. Necesitaba confirmar el dato y por ello reviso el informe de Estadísticas tributarias en América Latina de 1990 a 2010 y, en efecto, me entero que Costa Rica registró un aumento progresivo y sostenido en la presión tributaria, colocándose levemente por encima del promedio latinoamericano y que ahora, los impuestos sobre los beneficios empresariales explican la mayor parte de la recaudación por imposición directa. Ja. En América Central. ¿Y seguirá habiendo inversión? Les informo que sí. Viene esto a cuento también por la mala maña de seguir queriéndonos dar atol con el dedo con la emisión de bonos del tesoro para pagar la susodicha deuda flotante. Ya es hora de abonar a una construcción de una política fiscal legítima. Como ciudadana, no solamente lo espero: lo exijo. ¿Se podrá? No mire usted para Suecia, Finlandia o Islandia, mire aquí nomás. ¿Se pudo? Claro que sí. O como reza un letrero de restaurante tico en plena era posmoderna y posturistificada: “Claro que sea...food”.
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