Desde varios días antes de volver, de hecho desde el momento que compré el boleto, me invadió este sentimiento de derrota. Mi plan era no volver más a Guatemala durante muchísimo tiempo. Alejarme y tratar de enfocarme en el nuevo reto delante de mí.
Hay gente a quien quiero en Guatemala y eso hace que volver sea grato. Pero el país me vence. Siempre me gana, encuentra alguna forma de doblegarme y sacar lo más podrido de mí.
Lo dijo Putin: “Quien no extraña la Unión Soviética no tiene corazón, quien la extraña no tiene cerebro”. Creo que la frase se aplica también a Guatemala.
De vuelta, encontrarme con los amigos, con los niños, con Irene, es por demás grato. Y aunque para mí Abril es el mes de no hablar mal de Guate, hay cosas que no se pueden evitar, como ir a desayunar a San Martín de la zona 10 y preguntar si la hiedra que hay en la reja alrededor del jardincito la pusieron para que la gente no pueda ver por si vuelve a haber un tiroteo como el de febrero. Mi comentario fue recibido con una mirada glacial por parte de mi acompañante, quien no tuvo más que tragarse la respuesta que tenía preparada cuando, de otra mesa así por pura casualidad, uno de los comensales señala hacia la calle y dice: “Mirá, allí fue donde balearon aquel pickup en febrero”. No digo más.
Ya en Xela, todo bien. Partimos pronto, sin más dilación que la que puede implicar arriar a dos preadolescentes (ahem, un preadolescente y un adolescente. Sí, Rafa ya entró en esa complicada, oscura y maravillosa etapa).
El viaje fue un fracaso. Bueno, no en realidad. Fue muy divertido ver cómo los chicos se quejan de lo chafa que es el Hotel Cuchumatanes. Al parecer no les cuadró que la piscina estuviera sucia, los jardines abandonados y que se notara mucho que el restaurant tuviera años de no recibir un poquito de mantenimiento. Rafa no pudo haber descrito mejor la situación, “es un lugar donde los meseros ponen música reggaeton en el restaurant”.
El plan era llegar a los Cuchumatanes y montar a caballo en las montañas. De nuevo, la experiencia fue menos que satisfactoria para los niños. Uno la describió como “dolorosa”, el otro como “aterradora”. Eso de andar por las montañas, subidos en el lomo de un animal, no es para ellos. Creo que dentro de unos años recordarán esto y, cuando haya pasado el dolor de nalgas, podrán sonreír pensando en los árboles retorcidos por el viento en la cima de la montaña, en el olor de caballo y en cómo se siente de rico volver a poner los pies sobre la tierra. Hoy, les interesa más ver los vídeos de Al Buen Chapín en la computadora. Hay uno en que doblan 100 frases típicamente guatemaltecas sobre escenas de películas famosas en 200 segundos. En una de ellas aparece un hombre colgado dentro de una red, creo que es Charlton Heston en el Planeta de Los Simios, que dice: “Es la última vez que viaja a Chimaltananga!”. No sé porqué pero esa escena en particular nos provocaba una risa nerviosa a los tres.
Por la tarde salimos a que Rafa aprenda a manejar en los abandonados caminos y campos de fútbol de esta altiplanicie. Estamos a finales de abril y aún refresca por las noches.
Al volver a la vieja casona de finca, hay más huéspedes. Uno de ellos es un señor como de 65 años, acompañado por una chica de unos 30 que se refiere a él como su “amigo”. Los otros son un importante funcionario de la Unión Europea -hace como que no me conoce y yo hago lo mismo-, su esposa y su hija. Los otros, un maestro del Julio Verne, su esposa y sus dos hijos.
Al momento de la cena, por algún motivo se destapó el tamal de que soy periodista (el español de la UE seguía haciéndose el que no me conocía) y el señor mayor pasó de hablarnos de sus proezas al mando de una cuatrimoto en las montañas de Huehue a pedirme opinión sobre Giammatei. Y, digo yo, ¿a quién se le ocurre que los periodistas seamos buenos para opinar o que tengamos opinión para todo?
Más que pedirme mi opinión, lo suyo era cuestionar cómo era posible que si, el doctor (Giammatei) había salvado a un su cuate de ser extorsionado o secuestrado, ahora alguien se atreviera a juzgarlo. De nada sirvió tratar de persuadirle de que, en el plano filosófico, todos tenemos derecho a que nos juzguen y no nos ejecuten en Pavón como si fuéramos migrantes de Tamaulipas. Y más aún, en el plano práctico, la historia demuestra que los escuadrones de la muerte, limpieza social y demás no hacen más que crear males iguales o peores que los que fueron llamados a combatir.
Su lógica era implacable, don Giamma ayudó a un su cuate (o pariente, ahora no recuerdo) y por eso está exento de toda responsabilidad y ni siquiera deberían investigar qué pasó, si total un favor le hicieron al país.
(Aquí, como es el mes de no hablar mal de Guate, yo debería soltar algo como ¡Orgullo Nacional! o recordarles que el café instantáneo lo inventó un chapín o sacar a colación el gol de plata a Brasil; mejor los dejo con esto para mientras.)
El español, experto en hacerse el sueco, mejor miraba su caldo de pollo con una media sonrisa que alguien con más perspicacia que yo podría interpretar como que desde ya estructuraba la historia de terror que va a contar sobre los trogloditas de la clase económicamente dominante en Guatemala durante la próxima fiesta del cuerpo diplomático.
Entre Huehuetenango y Tecpán hay al menos unos 300 puntos de venta ilegal de gasolina. Se anuncian con un recipiente lleno de combustible al que le han pegado con cinta adhesiva los números que representan el precio por galón. A diferencia de las gasolineras tradicionales, que conforme uno se aleja de la capital el precio es más alto, en estas es más barato conforme uno se aproxima con la frontera con México.
No me preocupa tanto que los dueños de las gasolineras pierdan su ganancia, ni que haya cientos de miles de litros de combustible almacenado de forma precaria en cientos de puntos del país, ni siquiera me angustia mucho la posibilidad que, como dicen, sean los Zetas quienes manejan el negocio del combustible de contrabando. Tampoco que nadie haga nada por detenerlos. Pero no puedo dejar de pensar en lo grave que es que haya tanta gente desempleada y que los salarios sean tan bajos en el campo como para hacer atractivo un negocio tan peligroso como guardar gasolina en tambos en tu casa y venderla a la orilla de la carretera. El país un día va a agarrar fuego.
Por lo demás el país sigue igual. A los lancheros de Atitlán les encanta el fresco y, si te descuidás, te quieren cobrar viaje privado. Pedir agua embotellada en un hotel de la zona 10 después de las 10 de la noche es una odisea, ya un reproductor de DVD que funcione está fuera de toda consideración.
De vuelta a la capital, el tráfico estaba insoportable. Pensé que sería el paso a desnivel que están construyendo antes de llegar a los puteros de Chimaltenango. Y, en parte era eso. Pero también que habían baleado a dos personas en la entrada al camino que va para la cárcel de Chimal, donde están guardados los mareros. Entre la algarabía que se forma en Guate cuando hay un muerto, las decenas de Tuc-Tucs, cientos de curiosos, carros que pasaban a vuelta de rueda para ver el charco de sangre alrededor de la cabeza de los difuntos, me acordé de una estampa de mi guatemalidad más profunda.
Hace dos años quizá, saliendo del colegio con los chicos, escuchamos unos disparos. Como siempre, uno piensa, son cuetes, deben ser cuetes, ojalá sean cuetes. Y como siempre, no. Dos cuadras más adelante, pregunto qué pasó y un vecino me informa que hay un muerto.
Paro el carro, bajo a los chicos, los tomo de la mano y corriendo los llevo hacia donde está el cadáver mientras les digo casi gritando: “Chicos, ¡un muerto! , vamos a ver ¡un muerto!” Poco antes de llegar, me doy cuenta del despropósito que es llevar a los niños a ver un baleado y me paro. Volteo a verlos y están espantados. Nunca supe si tenían pavor de la perspectiva de ver un muerto o temían que su padre hubiera enloquecido.
Sin soltarlos de la mano, me vuelvo al carro y partimos a casa.
En eso pensaba yo mientras veía los muertos en Chimal… en eso y en que me sentía un poco como Charlton Heston, atrapado en una red, con ganas de gritar: “¡Es la última vez que viaja a Chimaltananga!”.
Antes de que me sobreviniera la risa nerviosa, me volví para el carro y pensé que muy probablemente no sea la última vez que viaja a Chimaltananga.
J.
28 de abril de 2011
I’d swim across lake Michigan
I’d sell my shoes
I’d give my body to be back again
In the rest of the room.
Más de este autor