El año académico es significativo únicamente porque nos permite saber cuándo será la próxima vez que estaremos juntos. Un semestre ya no estará más compuesto de seis meses. Ahora contabilizamos los períodos de ausencia. El tiempo se ha hecho distancia y casi no lo podemos distinguir del deseo.
La película que escogimos contaba la historia de un hombre negro que a mediados del siglo XIX saldó cuentas con los esclavistas del sur de Estados Unidos. Había escuchado y leído ya algunas críticas y comentarios. Según entiendo, algunas personas se sienten incómodas porque el director y escritor ha usado demasiado la palabra nigger. La opinión de otros se dirige a identificar las inexactitudes históricas. En un blog en internet leí que algunos activistas-directores les molesta la potencial banalización de la esclavitud. Mis amigos que estudian dirección y producción estaban muy complacidos con la calidad cinematográfica, la narrativa y la fotografía lograda. Decidí darle un chance sin dejarme influenciar mucho por ninguna de esas opiniones.
Durante los primeros 40 minutos temí que la película seguiría la clásica línea narrativa en la que un hombre blanco (el bueno) libera de su condición de subalternidad a los pobres subyugados. Un giro interesante fue desarrollándose durante las siguientes escenas, sin embargo, cuando “el negro libre” se convierte en el epicentro del relato. Y claro, cualquiera interesado en aferrarse a la precisión histórica del período se sorprenderá, tanto como lo hacían los personajes de la película, ante la presencia de un negro, libre, a caballo y armado a mediados del siglo XIX en esa región del mundo en particular. Pero estamos hablando del mismo director que escenificó la muerte de Hitler en París en su anterior película, así que no confundamos las cosas. Algo interesante está pasando aquí, pensé.
Pocas semanas antes leí el libro de Wilderson “Red, White & Black: Cinema and the Structure of U.S. Antagonisms”. Recordé que este autor había propuesto que el problema de la representación de la violencia negra en la cinematografía norteamericana radicaba en la imposibilidad de ubicarla en el espacio ontológico de la estética nacional. Lo negro epitomiza una forma de muerte social que ha quedado inscrita en la dimensión epidérmica. La violencia negra es transgresora en tanto subvierte la imposibilidad que ha delimitado la violencia blanca en la cinematografía dominante. Hasta cierto punto, claro.
Desde el inicio noté que casi todos en el cine eran blancos. Curioso de enterarme de las reacciones volteé varias veces hacia atrás, para ver los gestos del resto de espectadores. ¿Qué pasa?—me pregunté– ¿Cómo van a recibir los texanos la violencia de esta muerte social que rara vez es caracterizada en un film tan lleno de agencia contracultural?
En algún momento creí que había gente incómoda. Pero no pude descifrar si era por las butacas, por comer demasiados poporopos, o porque les costaba mantener la atención en un film que dura casi tres horas.
Al finalizar, traté de escuchar los comentarios del resto de gente que hacía la cola para entrar al baño. La mayoría parecía estar satisfecha. Alguien dijo algo como: “recibí más de lo que esperaba por mi dinero”. Entonces pensé que Wilderson tiene razón en relación al problema de los antagonismos fundamentales en la estética cinematográfica norteamericana, que refleja los fundamentos del nacionalismo de intercambio. La muerte social del negro tiene un lugar en el mercado cultural; vende muy bien.
Después fuimos a comer una hamburguesa, tomar bourbon con cerveza y bailar un poco de two-step con los cowboys y los hipsters locales. A pesar de que no queríamos seguir pensando en eso porque teníamos que sacarle el jugo a lo poco que nos quedaba, seguía la inquietud jodiendo como zancudo de junio. El cuerpo negro sigue siendo una mercancía. Al final, la cadena nunca se rompe.
Como si fuera poco, al día siguiente iniciaría otro largo ciclo de ausencia y el tiempo retomaría su curso. Teníamos que seguir emborrachándonos. ¡Definitivamente!
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