en tanto, los analistas hablan de la continuación del conflicto armado y de cómo la izquierda prefiere apoyarse en una plataforma mixta –sustentada sobre los recursos del Estado y algunos financistas– que sobre una estructurada exclusivamente en los recursos de financistas privados; sucedáneamente, de manera casi imperceptible, el capital privado decide no poner todos los huevos en la misma canasta.
Parece irónico, pero la política en nuestros días funciona así. No importa qué se haya dicho anteriormente o dónde se haya estado, lo que interesa en la recta final es lograr algo de influencia y no perder la inversión que hasta la fecha se haya realizado. Y es que esa es la ventaja que ofrece la falta de cultura política que existe en Guatemala, permite que se recurra más a la imagen que a la coherencia de ideas. Por eso, hay que acercarse con los pastores para exculpar pecados, con los expatrulleros para disfrazar el asistencialismo, con la premio nobel para limpiar la imagen internacional, con el empresario para acercarse a la élites tradicionales y finalmente opinar, así sean sandeces, sobre cuestiones de actualidad mediática como el conflicto entre el Líbano e Israel.
Hablar y sobretodo profundizar en temas trascendentales para Guatemala como la lucha al narcotráfico, la reforma fiscal o la misma corrupción puede ser contraproducente, se pueden perder recursos para la campaña o apostar la vida. Y ser héroe o tener vocación patriótica no es algo de estos tiempos, parece ser algo más propio del siglo XIX. Más sabio es estar taciturno avalando una clase política cooptada.
Y no creo que los candidatos y la clase política no sean capaces de comprender que son ellos los que paralizan el sistema y al mismo tiempo los canales más apropiados para operar los cambios. Más bien lo que sucede es que el modelo que a lo largo de los años ha extraído rentas del Estado ya está tan imbricado que no existe vergüenza. La clase política ya está acostumbrada a operar en él y sabe que cualquier problema, denuncia o escándalo se arregla en el mercado de favores y con el tiempo se olvida.
Pero esa actitud descarada no es de extrañar, es reflejo de la cultura de una sociedad acostumbrada al atajo y el trance, donde las relaciones sociales y los esquemas de formación giran en torno del individualismo. Una cultura que se encuentra afectada por un lado por un molde patriarcal, consumista, obstinado en mayordiar y tener quien le obedezca, que vive pendiente de otra realidad y que consolida aprecio únicamente por el que hace dinero. Una cultura que, por otra parte, está acostumbrada a dialogar a través de las vías de hecho y en la que aparecieron perversamente líderes que descubrieron un modus vivendi mediante la reivindicación de derechos en favor de los más necesitados. Y finalmente, una cultura tocada por el narcotráfico, donde todo vale para salir de pobre; obsesionada por la abundancia, el volumen y el exhibicionismo; y en donde hay que vivir al extremo hoy porque mañana quién sabe.
En tanto los problemas subyacentes de la cultura no sean atacados, pasarán gobiernos y no vendrán tiempos mejores. No habrá confianza para emprender un proyecto conjunto y la política seguirá siendo un negocio particular. Las diferencias entre los rojos, naranjas, verdes y amarillos serán meras condiciones estéticas. Para poder avanzar, Guatemala requiere de cambios de comportamiento que hagan visible que no todo es comprable; que reivindiquen el problema entre el ser y el actuar y no el poseer; que soporten el redescubrimiento de la política como vocación, pero sobretodo que generen una clase política que reflexione en torno a la razón de su existencia.
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