Según encuestas y análisis en los últimos meses, en principio no debiéramos encontrar muchas sorpresas, salvo en algunos estados como Georgia, Colorado, Kansas o Kentucky donde los resultados podrían estar muy cerrados. En promedio, se pronostica hasta 75 por ciento las probabilidades de que el Senado se torne rojo, y en la Casa de Representantes, es una cuestión de determinar cuántos sitios más asegurará el partido del elefante en su afán por conseguir la mayoría.
Poniendo de lado el espinoso tema migratorio y la inconsistente política exterior, si bien el presidente Obama ha sido exitoso en el plano doméstico según sus prioridades (reactivación de la economía y del empleo; reforma de la política sanitaria; inversión pública en infraestructura frente a la recesión, derechos civiles para la comunidad GLBT o el aumento de más juezas y jueces de color en la judicatura, para citar algunas), tres son los factores que hacen que las elecciones de medio período usualmente cambien el péndulo del poder y las hagan aburridas hasta cierto punto, aunque cada vez más con tintes populistas.
Primero, la tendencia histórica es que los electores se queden en casa por no tratarse de una elección presidencial. Dado que por lo general los votantes demócratas acuden más que los republicanos a las urnas en las presidenciales, esto juega en desventaja para los demócratas, quienes deben pasar a la defensiva. A esto se suma el hecho de que la comunidad hispana que influyó enormemente en la reelección del presidente en 2012, se ha sentido frustrada por el estancamiento de la reforma migratoria. Hay división en los rangos hispanos: unos efectúan llamados cívicos para el voto, otros que se abstengan de ir a las urnas.
Segundo, el descontento popular es muy común contra el partido en el ejecutivo y es muy raro que conserve el mismo número de curules o de gubernaturas estatales. O sea que más que un referéndum sobre la actuación o liderazgo del presidente en turno (aunque obviamente su imagen pesa), se trata de una suerte de balanza del poder con lo cual se hace realidad aquel principio de pesos y contrapesos tan apreciado en los círculos institucionalistas.
Tercero, las campañas electorales de ambos partidos inyectadas por cuantiosas sumas de dinero gracias a un reciente cambio en las leyes de financiamiento ilimitado y anónimo bajo el pretexto del principio de libre expresión (Citizens United en 2010), no solo producen desigualdad en el discurso político, sino bombardean a los electores con mensajes populistas, sin consistencia y plagados de ataques negativos. Esto no es nuevo, pero aportes millonarios fluyen ahora incluso hasta en elecciones de juntas directivas de distritos escolares locales, poniendo a la democracia estadounidense en un punto mercantilista de no retorno de cara a las elecciones de 2016.
Ante estos escenarios: ¿Cómo responderá un Congreso republicano a políticas contra la inequidad social para rescatar a la clase media (salario mínimo, tributación progresiva, o programas sociales) cuando la redistribución de la riqueza es un anatema del partido? ¿Estamos frente al afianzamiento de una plutocracia y el advenimiento de un populismo de derechas?
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