Tenía los ojos hinchados de tanto llorar y sorbía a ratos su café. Yo sabía que estaba desesperada. Al día siguiente salía de viaje y la llamé desde el aeropuerto: “prométeme que esperarás a que regrese para hablar de esto tranquilamente. Son solo cinco días”. Lo había intentado antes con pócimas que unas amigas le habían procurado. Le advertí del peligro, le pedí que no se expusiera y que me esperara. Tiempo era lo que ella no tenía. Debí haberlo intuido.
A los dos días de estar fuera de Guatemala, recibo un correo: “L. no aparece. No la localizamos por ningún sitio”. Adiviné lo que había pasado y la angustia empeoró. Al volver, empiezo la búsqueda. Llamo a su pareja: una voz despectiva me contesta que no sabe de su paradero. Llamo al celular de la hermana, sin éxito. Dudo en llamar a la madre porque no sé si está enterada. La llamo por fin y entre sollozos me dice que L. está muy mal con grandes hemorragias y fiebre de 40 grados. “¿Puede hablar?” –le pregunto. Sí podía y ahí mismo decidimos trasladarla a urgencias. Fueron quince días difíciles.
Salió relativamente bien de la experiencia -con dolores que se le fueron calmando, cojeando anímicamente, avergonzada en su propia casa, sintiendo todas la miradas sobre ella y cargando una culpa de la cual le ha costado sobreponerse. Un par de días más y puede que no la cuente. La mala práctica pudo haberla matado, pero la culpa la estaba sepultando en vida. Así que hablamos.
En Guatemala, el aborto es un tema sobre el cual se dialoga poco. Algo se escucha en ocasiones específicas como en la reunión de la OEA en Antigua o en determinados círculos. En los centros de salud y en hospitales, no hay tiempo para la discusión: ahí se actúa, se salvan las vidas que se puede. Se debate poco y cuando lo hacemos, resulta aplastante el distintivo chapín por dispersar la discusión y convertirla en diálogo de sordos -dejando de lado los argumentos. La discusión termina embotellándose en la disputa (con distintas aristas) del respeto a la vida y/o el derecho de las mujeres a disponer sobre sus propios cuerpos. El debate se organiza desde trincheras -sin disposición a escuchar y sin disposición a observar la realidad tal como es.
Se olvida que la realidad ha rebasado esta -aún tímida- discusión en Guatemala. Aquí, son cientos de jóvenes, adolescentes y mujeres que abortan clandestinamente. “Aborto clandestino”. La expresión lo dice todo. Hablemos claro: el aborto clandestino se realiza mediante un procedimiento quirúrgico que conlleva riesgo de complicaciones considerables, dada las condiciones de precariedad en las que se realiza. ¿Qué complicaciones? Complicaciones tempranas como procesos infecciosos que pueden llevar al desarrollo de septicemia, perforación uterina, perforación de algún otro órgano intraabdominal, hemorragia severa y muerte como consecuencia de cualquiera de las anteriores; además de complicaciones tardías como procesos infecciosos crónicos, dolor pélvico, amenorrea por lesión de la capa basal del endometrio, infertilidad… La lista puede seguir. Las jóvenes con recursos (las menos) salen del país. Existen clínicas locales de “bajo riesgo”, como existen clínicas que ofrecen la reconstrucción del himen. Pero la mayoría de abortos se hacen en condiciones deleznables, semejantes -diría la socióloga Xavière Gauthier- a la peor de las torturas. No podemos cerrar los ojos ante la evidencia. De la discusión, se está despejando lo prioritario: el dato duro, la realidad inexorable.
La práctica del aborto es un hecho extendido en nuestra sociedad. No es un acto anodino para estas personas porque la decisión desesperada de interrumpir el embarazo remite frecuentemente al hecho que las mujeres consideran la imposibilidad de la maternidad cuando se encuentran en medio de condiciones de vida extremadamente difíciles. Un embarazo imposible, una madre imposible, un padre imposible, un ser condenado a lo imposible. ¿Que por qué no planifican? ¿Se lo pregunto a las decenas de adolescentes violadas cada mes?
El debate polarizador puede seguir ad vitam æternam entre los pros y los contras. Mientras tanto, muchas de nuestras hijas están muriendo o siendo mutiladas en camastros malolientes. Otros claman por la vida. Y el amor. Pero tiene razón L., ese amor no basta… porque no es amor.
En una columna de opinión de 600 palabras o más, no se puede tratar a profundidad el tema porque es un fenómeno que involucra diversas dimensiones. Es complejo. Son casos múltiples: no se pueden homogenizar ni las realidades puntuales ni las circunstancias sociales ni las problemáticas éticas, médicas, etc. A lo único que aspira este texto es a situar el problema frente a una realidad que nos supera. ¿Qué hacemos? Por de pronto, apelar a una discusión pausada, seria, respetuosa, argumentada sobre el asunto -tratando de que no predominen consideraciones dicotómicas, ni etiquetas inoperantes sobre una y otra posición, ni los quid pro quos entre argumentos con premisas irreconciliables. Hay una frontera que no debe cruzarse: prolongar el abandono de mujeres en situación de angustia o desamparo y encerrarlas en el agujero de lo imposible. Mi propósito es sencillamente resaltar que no podemos ignorar esta realidad, con todo lo que esto implica en el replanteamiento de las relaciones sociales.
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