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Baile entre criminales, muerte al que pierda el paso

En el baile entre criminales, cualquiera puede perder el paso ­–porque no logra sostener el ritmo, o porque fuerzas externas empujan a un cambio.
“En El Salvador y Honduras, las pandillas sí están vinculadas al narcotráfico; en Guatemala, no”, explica Goubaud, quien advierte que esta norma tiene algunas excepciones.
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Baile entre criminales, muerte al que pierda el paso

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Los grupos criminales están enganchados en un baile de tolerancia. Las rutas de operación, más que territorios completos, están fuera de alcance para el “otro”—a menos que la ruta sea del más débil, tierra de nadie, o que al fuerte le convenga cobrar el acceso. En este universo, la muerte es la señal de reglas rotas, pérdida del equilibrio, o intervención de las autoridades (para cumplir la ley, o violar un compromiso de complicidad criminal).

El mapa de Guatemala ofrece suficiente campo para criminales de todas las disciplinas. “En el norte predomina más el narcotráfico y el trasiego de armas”, de acuerdo con Emilio Goubaud, quien ha estudiado la delincuencia juvenil y criminalística durante años. El corredor de trasiego de drogas (cocaína, principalmente) se extiende desde Izabal, pasando por Alta Verapaz y Quiché, hasta Huehuetenango. Petén, tierra de nadie desde los años 60, según el sociólogo Héctor Rosada, presa de traficantes de maderas preciosas y especies animales, ruta de la migración humana indocumentada, también es clave para el trasiego de droga.

En el occidente y suroccidente, en el centro y sur de Huehuetenango y en San Marcos también hay un cinturón de narcoactividad, siembra, producción y traslado. En Huehuetenango predomina la siembra de Amapola (para producir heroína), así como San Marcos, también usado para el almacenaje de precursores y laboratorios para la producción de drogas sintéticas como la metanfetamina.

Los grupos ajenos a la narcoactividad predominan en el sur del país, según Goubaud. “No hay vínculos de ruta ni de actividad entre el narcotráfico y el [resto del] crimen organizado”, asegura. El contrabando se mueve en San Marcos, frontera con México. Lo mismo sucede en Jutiapa y Zacapa, frontera con El Salvador y Honduras, respectivamente. Las rutas para el trasiego de droga también surcan ambos departamentos, igual que las de combustible robado.

En el suroccidente, además del narco, predominan los asaltos a los bancos, el sicariato y la extorsión al transporte público, como en Quetzaltenango, Retalhuleu y Escuintla. “La zona industrial y comercial del sur atrae las extorsiones”, agrega Goubaud.

El caso de las pandillas
Las pandillas proliferan en las zonas pobres del país, según el sociólogo Héctor Rosada. Un investigador policiaco revela que estos grupos predominan en Sacatepéquez, Suchitepéquez, Quiché, y Baja Verapaz, y en menor grado en Petén, Chimaltenango, Sololá, y Escuintla—aun si en algunas partes de estos departamentos, como Chimaltenango, Suchitepéquez, Quiché y Petén, hay narcoactividad, o viven personajes vinculados con la misma.

“En El Salvador y Honduras, las pandillas sí están vinculadas al narcotráfico; en Guatemala, no”, explica Goubaud, quien advierte que esta norma tiene algunas excepciones. Estas suelen involucrarse en narcomenudeo, extorsión y sicariato. J., un ex miembro de la MS, asegura que las estructuras más fuertes también secuestran y roban casas.

Equilibrio anclado en castigo
En este mar del crimen organizado, el pez grande no se come al pequeño por impulso. Basta que el pequeño sepa que es desechable para que siga las reglas, y no usurpe rutas ni funciones. Así alcanzan un equilibrio que permite complicidades de conveniencia hasta en esas aguas.

Cuando el equilibrio se rompe, el castigo es puntual, un recordatorio para los demás. En marzo de 2008, en Zacapa, los Zetas mataron a “Juancho” León porque les robó droga y presuntamente mató a dos Zetas en Honduras. Así anunciaron su llegada a Guatemala, y en dos años se apoderaron de los antiguos puntos de control de los socios guatemaltecos del Cartel del Golfo de México.

Para 2010, era usual reconocer la firma de las pandillas en un cuerpo desmembrado—de un infractor, o un inocente, cuya muerte se usó como mensaje para los insurrectos. En 2011, los Zetas emplearon este mensaje con las 31 decapitaciones de mayo (27 campesinos, tres personas asociadas a un supuesto socio del Cartel del Golfo, y un fiscal auxiliar).

Las autoridades sospechan que la muerte por encargo contra el empresario nicaragüense Henry Fariñas se pudo deber a una represalia, una regla incumplida que se castigó con un ataque fallido contra él, pero letal para el cantautor argentino Facundo Cabral, que lo acompañaba en el vehículo.

Hasta antes del ataque contra Fariñas, parecía haber una tregua en hechos violentos de alto perfil, después de las decapitaciones de mayo pasado. Los ataques violentos no ocurren en escalada, pero las ejecuciones son públicas y esporádicas, con difusión mediática garantizada por la crudeza empleada. Son una señal de la pérdida de equilibrio. “Cuando se rompe el control, ocurren las respuestas macabras, como las decapitaciones”, dice Mario Mérida, investigador en temas de seguridad. Los criminales responden así para devolver las aguas a su nivel. Por lo demás, la geografía guatemalteca parece permitir suficiente territorio y rutas para todas las disciplinas criminales.

Monopolio de violencia y dinero
Los narcotraficantes y las pandillas reciben la mayor atención mediática. Se les atribuye un número considerable de las muertes violentas en el país, un 40 por ciento en el caso del narco. Ambos suelen monopolizar la violencia y los ingresos económicos en su zona de influencia.

Hay tres tipos de territorio narco, según Rosada: (1) las rutas de trasiego, (2) donde viven los narcos nuevos (zonas de clase media o alta), porque quieren ostentar su status de nuevos ricos, y (3) donde viven los viejos narcos, los clanes familiares y tradicionales del narco, que durante generaciones se han dedicado al negocio.

Los traficantes se ocupan de proteger la ruta de trasiego de drogas, seleccionada deliberadamente por la ausencia del Estado, o donde han sobornado a las autoridades. Pueden cobrar derecho de paso a otro tipo de traficantes o contrabandistas (armas, productos alimenticios y otros, trata, migrantes indocumentados) en otras rutas de su territorio. Sin embargo, no arriesgaran su fuente principal de ingresos llamando la atención a sus rutas exclusivas de narcotráfico con otros tipos de trasiego, o al permitir que otros grupos cometan delitos en la misma ruta.

Los narcos legitiman su poder al proveer servicios básicos que van desde alumbrado público, hasta seguridad. Información extraoficial da cuenta de que en un municipio de Izabal, los Mendoza (identificados como narcotraficantes por autoridades de EE.UU.) financiaron el alumbrado público. En el mismo lugar, al menos hace unos años, los habitantes decían con orgullo que hasta podían dejar los vehículos y las casas sin llave. Nadie se atrevía a robar nada. El que lo hacía, aparecía muerto.

La independencia operativa en el narco, sin permiso, también equivale a una rivalidad mortal. Juancho, ex cuñado de los Lorenzana (presuntos narcotraficantes en Zacapa), operaba con permiso de ellos—aunque ello significara robar cargamentos ajenos. Al final, los Lorenzana presuntamente autorizaron su ejecución.

El barrio, intocable
Los pandilleros, a diferencia de los narcos, operan donde viven. Venden drogas en narcomenudeo en el mismo lugar—por lo general, una zona pobre, marginal, que dominan y, según Mérida, “donde no hay suficiente presencia preventiva ni disuasiva de las autoridades”. No actúan, por ejemplo, donde hay narcotráfico a gran escala.

En su barrio, las pandillas también monopolizan la violencia. Todos pagan por ganar dinero ahí, desde los camiones repartidores de gaseosas y alimentos, hasta las prostitutas. “Si quieren trabajar ahí, deben pagar una comisión”, afirma Mérida. Como en el narco, el grupo es más fuerte que el individuo.

En las pandillas, cualquiera que rompa las reglas, por ejemplo, al delinquir por su cuenta, o atacar a un rival cuando está acompañado de familiares, firma su pena de muerte. Si a un miembro le permiten salir de la pandilla (porque tuvo un hijo, o profesará un culto religioso, o ya cumplió 23 años y hay otros siete—o más—que quieren ocupar su puesto), sabe que si se droga o deja de ir a la iglesia, es hombre muerto; si vuelve a delinquir, también. “Le advierten, ‘o te metés a algo más grueso, o te morís’”, revela Goubaud. Ese destino suele el crimen organizado (secuestro o narcotráfico), como ocurrió con Axel Danilo Ramírez Espinoza, un pandillero apodado “El Smiley”, absuelto el 12 de julio por asesinar a una pareja de coreanos, y condenado a 13 años de cárcel por portación ilegal de arma.

La única forma de sobrevivir para el pandillero que sale de la pandilla, si quiere volver a delinquir, es nadar con los peces grandes—los que podrían tragarse a la pandilla.

Mientras más avanzada es la organización pandillera, más separación existe entre dónde viven y dónde operan. Por ejemplo, esto aplica a los pandilleros involucrados en crimen organizado, que secuestran, extorsionan, o asesinan por encargo.

Generalmente los contratan miembros del crimen organizado (ajeno a las pandillas). En algunos casos, los encargos salen de autoridades corruptas. J., un ex miembro de la Mara Salvatrucha, admite que un militar de alta le vendía armas y le encargaba trabajos (desde robos a viviendas hasta asesinatos).

Las pandillas más desarrolladas también acuden al outsourcing, como lo hace el crimen organizado. Compran armas y vehículos robados a otros grupos especializados en obtenerlos, por ejemplo. Hay una relación de conveniencia, que funciona hasta que no le sirva a alguna de las dos partes. “No hay una coordinación consensuada, sino influencia y control en determinadas actividades delictivas”, agrega Mérida.

Los narcos y otros grupos también contratan a sicarios afuera de sus organizaciones—como los frustrados victimarios de Fariñas, que tenían vínculos con robacarros que les consiguieron uno de los vehículos desde el cual perpetraron el ataque. Información extraoficial da cuenta de que la muerte del empresario fue ordenada desde Nicaragua.

Según Mérida, el hecho ocurrió en Guatemala porque “el país presenta las condiciones ideales”, aun si dos de los presuntos sicarios fueron capturados. El investigador, también ex director de Inteligencia Militar, asegura que los criminales “no se arriesgan a quemarse por algo—como un asesinato—que pueden hacer otros”.

Papel de la autoridad
Las autoridades matizan la dinámica del crimen organizado y las pandillas. Actúan como detonante o catalizador cuando aplican la ley, o cuando son cómplices en una empresa criminal. Este papel puede ser desempeñado por agentes policiacos y militares, hasta alcaldes, diputados y ministros.

A veces el pez grande es una autoridad. A veces esa autoridad se encuentra con un grupo criminal que lo convierte en un pez pequeño. En marzo pasado, casi un mes después de finalizado el Estado de Sitio en Alta Verapaz, la policía decomiso 453 kilos de cocaína. Un agente que participó en el operativo recibió una llamada de un traficante mexicano que le ofreció hasta US$500 mil por devolver la droga. Cuando se rehusó, lo amenazó con acabar con él y su familia. El policía y su familia fueron trasladados a otro departamento. El 24 de mayo, apareció en el centro de Cobán el cadáver desmembrado de Allan Stowlinsky Vidaurre, auxiliar fiscal quien realizó el conteo de los kilos de droga, en venganza por el decomiso.

Los narcos y pandilleros operan y viven donde hay ausencia del Estado, o la autoridad es cómplice, explica Rosada. El sociólogo agrega que el pandillero no vive en las zonas de los ricos, o la clase media, como lo hace el narco que es nuevo rico (Jorge Mario Paredes, condenado por narcotráfico en EE.UU. en 2010, tuvo una casa en La Cañada, zona 14 capitalina). No tiene la infraestructura para operar en esos sectores resguardados por seguridad privada. El narco tampoco frecuenta el barrio pandillero; no tiene necesidad de hacerlo. En estas zonas marginales, “las pandillas son los policías privados de los pobres”, dice Goubaud, explicando cómo en esos sectores algunos residentes y comerciantes pagan por protección a las pandillas (de Q100 a Q200 semanales), que es otra forma de extorsión.

En ocasiones, las autoridades corruptas son el pez grande que domina al pequeño delincuente, y que a la vez lo usa como un servicio de outsourcing, o le cobra una comisión por operar en determinado territorio. Para Goubaud, mientras que algunas autoridades—como los policías—son cómplices del crimen organizado, para la pandilla el policía es el enemigo. Hace dos meses supo de un caso en que un grupo de pandilleros tenían la orden de entregarle el dinero de las extorsiones a un jefe policial.

“Lo que les dan a los pandilleros son migajas”, dice Goubaud, quien también recuerda el caso de un ex pandillero al que un policía le dijo, “me conseguís un celular de Q500, si no te querés morir o ir a la cárcel”.

En otro caso, un empresario de transporte en Quetzaltenango había pagado en un año cerca de Q120 mil a miembros de una pandilla, y estaba a punto de quebrar, cuando supo que un monto significativo de su dinero había parado en manos de terceras personas a quienes la pandilla respondía.

Un detective policíaco reveló que, en un municipio cercano a la capital, los extorsionistas pedían a sus víctimas que dejaran el dinero junto a un teléfono público que estaba frente a la comisaría policiaca. El investigador sólo podía presumir que había complicidad de la policía, más no podía sospechar quién embolsaba más ganancias—los extorsionistas y los policías.

Punto de desequilibrio
En el baile entre criminales, cualquiera puede perder el paso ­–porque no logra sostener el ritmo, o porque fuerzas externas empujan a un cambio. En este caso, las elecciones del próximo 11 de septiembre podrían sentar en la silla presidencial a quien decida promover cambios al status quo de quienes se mueven en el mapa criminal.

El cambio de gobierno supondrá un reacomodo de fuerzas, según Rosada. “No se puede hablar de una mexicanización o colombianización de Guatemala”, advierte el sociólogo. Aunque hay similitudes con los casos de Colombia y México, el tipo de interacción que las autoridades sostienen con el crimen organizado y la delincuencia determina la experiencia de cada país. En ese sentido, no hay punto de comparación.

Los recursos de Guatemala (humanos, técnicos y financieros) todavía son limitados.
Resta conocer, por ejemplo, la reacción de las familias Lorenzana (socios de Sinaloa) y Mendoza (socios del Golfo) ante la incursión Zeta (que en México también cometen secuestros y extorsiones), especialmente después de la captura de cuatro importantes socios de la estructura sinaloense (entre octubre 2010 y abril 2011), y la de docenas de cómplices de los Zetas en Alta Verapaz, Quiche, y Petén (donde prevalece un Estado de Sitio desde el 16 de mayo). Hasta hace seis meses, un investigador del Ministerio Público sostenía que se mantenía un equilibrio. Para junio, un ex oficial de inteligencia militar afirmaba que los Zetas ya habían comenzado a presionar a los Mendoza.

La respuesta de otros grupos criminales depende de cómo midan fuerzas con los narcos. Ante esta situación, “las autoridades pueden hacer tres cosas”, dice Mérida. “Uno, un ataque frontal al narcotráfico que, como en México, tiene un impacto violento en la sociedad; dos, disuadir y prevenir [la actividad del crimen organizado]; y tres, la convivencia con los grupos criminales”. Rosada llama a esta tercera opción una “colusión” con las autoridades, que permite menos violencia, pero no detiene al crimen organizado.

Por ahora, los guatemaltecos han aprendido—de mala manera—qué sucede cuando las reglas se rompen, y el equilibrio se pierde en el mapa criminal. El desenlace del pez pequeño es previsible, y los daños colaterales, también. Lo que no está claro es dónde pueden ocurrir. Rosada cree que el mapa criminal se asemeja a los mapas que emite el Centro de Control de Huracanes (en Miami), que muestran al ojo del huracán en constante movimiento, a merced de las corrientes marítimas y del viento, que lo pueden alejar de las costas, o penetrar y desvanecer tierra adentro, no sin que antes cause una destrucción considerable.

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