Poco se puede percibir del supuesto orden, y sostengo que desarrollamos habilidades precognitivas, psíquicas y hasta telequinéticas para poder desplazarnos entre los carros que se atraviesan sin poner pidevías o entre los que ponen las luces de emergencia para hacer lo que se les antoja y anticiparnos al que se va a cruzar el semáforo en rojo. Al menos ese es mi concepto de lo que implica manejar en esta ciudad, que sostiene un orden que ni siquiera se acerca al caos porque dudo que se resuelva a sí mismo en un fractal.
Los humanos no estamos hechos para llevar ese tipo de espontaneidad en grupos más grandes de 150 personas. Comprobado que seguimos existiendo con esa mentalidad de tribu. Curiosamente, han descubierto que este número llegaba a ser así de elevado gracias a nuestra habilidad para hablar los unos de los otros. Podemos asignar conceptos abstractos y adscribirles características personales a la gente que no tenemos enfrente. Pero para eso tenemos que conocerlos. Poco podemos decir de personas que no hemos tenido cerca. Al menos poco confiable. Los chismes nos han servido para trascender el grupo estrictamente familiar, aunque a veces lo destruyan.
Pero lo que nos hace ser verdaderamente capaces de vivir en ciudades gigantescas son nuestros mitos. Desde las religiones hasta las leyes. Creemos en conceptos abstractos, lo que en el libro Sapiens Yuval Noah Harari llama «realidad imaginaria». Me encanta que utilice la palabra realidad porque las consecuencias de esta se sienten en el mundo material.
Nuestra sociedad entera está basada en estas realidades que no tienen forma corpórea, pero que nos moldean, les dan fuerza a los valores en los que creemos y sostienen gobiernos enteros por muy dañinos que sean.
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Todos creemos que las personas que ostentan cargos públicos inmediatamente se ven investidas de un estatus especial que les confiere sabiduría, respetabilidad y una serie de características especiales que los elevan por encima de nuestra existencia plebeya. Antes, a los faraones, reyes, emperadores, etcétera, los habían designado su dios o sus dioses para guiar al pueblo. Ahora, a los gobernantes los elige el pueblo. Pero todo esto es una mera ficción en la que creemos como grupo para poder cooperar en masa. Esos mitos, desde las leyendas que nos contaban para asustarnos hasta los códigos legales por los cuales nos regimos, son los cimientos sobre los cuales se erige nuestra cultura, la forma en la que elegimos políticos, la corrupción en la que nadamos y el desorden del tráfico. Todo está interconectado.
Vivimos bajo la sombra de muchas realidades que solo se sostienen porque creemos en ellas. La institucionalidad, que tiene lo que la Constitución de existir, por ejemplo. El sistema de gobierno y comercio entero están allí porque aún tienen un asidero en nuestra aceptación común.
Pero, así como se puede cambiar un cuento al volverlo a contar, ya que es ficción, de la misma forma podemos moldear las instituciones para que se conformen a lo que creemos. El imperativo básico del ser humano es la supervivencia. Por eso nos hemos esparcido alrededor del mundo como plaga. Es claro que el orden en el que vivimos en nuestro país se aleja mucho de ser una garantía para nuestro desarrollo. Lamentablemente, tampoco nos ponemos de acuerdo en cómo cambiarlo para que lo sea.
Tal vez es momento de contarnos un mito diferente, basado en expectativas más reales acerca de la capacidad de los humanos para comportarse correctamente y con mejores formas de mantenernos cumpliendo las normas que nosotros mismos nos imponemos.
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