Sin querer, la abuela de mis hijos nos daba la clave de lo que, en esencia, la relación educativa podría generar. Nunca he escondido el hecho de que al volver a Guatemala, la mayor duda que me ha asaltado (y sigue asaltando) es el entorno en el que los niños están creciendo. El tema de la educación es vital. En poco más de año y medio, he visto desfilar en los medios de comunicación asuntos relevantes al tema hablando específicamente en torno a la “Calidad Educativa”.
No conozco a profundidad los debates, pero tengo la fuerte impresión de que el tema educativo aún no es visto por la sociedad como un tema prioritario si no es reduciendo a la educación a una especie de mercancía, un valor agregado para la incorporación al mercado nacional. Está bien: entiendo por dónde va la cosa, qué es lo que los niños pueden construir como “promesas del futuro”, cómo se les piensa “preparar” para “hacerle frente a los tiempos que corren”; pero no me termina de convencer que se despeje del debate de la calidad educativa, lo que el proceso de educación podría mover, crear, forjar.
Hace algunas décadas, una señora trabajaba con pasos amplios en las aldeas de San Martín Jilotepeque. Llevaba bolsa de dormir para quedarse algunas veces en casas de los que, con el paso de los años, se habían convertido en sus amigos. En su pequeño carro rojo Subaru empezó a sortear los hoyos, las cuestas, el lodo, etc. y llegaba a las comunidades donde trabajaba con las mujeres y después con los maestros. Un día se adentró en el Destacamento Militar para explicar qué era lo que ellas hacían. Con los años, repite que no sabe cómo se le ocurrió semejante disparate. En esas aldeas empezaron a trabajar con las escuelas, los maestros, los padres de familia y los niños. Ella se indignaba porque los manuales escolares no tenían absolutamente nada que ver con la realidad de las comunidades. Empezaron a confeccionar sus propios manuales con dibujos (los perros, ya no eran Plutos, sino chuchos de carne y hueso; las flores ya no eran tulipanes sino “cucuyuces” o “cartuchos”).
Lo más interesante fue la aplicación de un método de lecto-escritura a partir de imágenes, con el que los niños aprendieron a leer y a escribir confeccionando sus propias historias. Todavía recuerdo cuando me contó por primera vez quién era el niño que más le había impresionado: un niño callado, nunca había dicho una sola palabra, con hambre (porque en casa la alimentación no era suficiente), con el ceño fruncido constantemente. De repente, construyendo la historia, el niño se paró sonriendo y exclamó “¡Ahí, ahí!”. Ahí estaba escrito su nombre.
En este mes “patrio”, en lugar de niños abanderados (¿quién se habrá inventado el término?) ondeando la bandera y zapateando al ritmo de marchas marciales, preferiría niños ondeando el espíritu crítico. Nos estamos dejando arrastrar por una visión de la calidad educativa sin ponerla a discusión.
Hace poco tiempo, algunas (y luego algunos) profesionales en antropología, pedagogía, sociología, ciencia política y ciencias de la salud, desde su vocación de educadores, decidieron reunir esfuerzos para abordar la problemática del sistema educativo con vistas a generar procesos investigativos que apoyen la labor docente, la incidencia en políticas públicas y la articulación social. El trabajo de EDUCA-Guatemala (educaguatemala.blogspot.com) promete. Ha empezado a promover el debate sobre el por qué y el para qué de la educación. No se le puede pedir peras al olmo. Seamos crudos: el sistema educativo en Guatemala está ulcerado. Yo soy de las que opinan que con una sola experiencia extraordinaria de enseñanza-aprendizaje, los niños tendrán en su bagaje un pequeño motor que los impulse a “transformar, rehilar, jugar, reír, soplar, crear, generar” así como el reguilete del logo de EDUCA.
Una maestra decidió en el mismo instante en que oyó cómo su alumna de cuatro años contaba en clase que había perdido a su papá, hacer un proyecto sobre la muerte, sobre los seres que amamos y sobre la vida. El proyecto engendró un hermoso mural donde los niños plasmaron, titubeantes como principiantes, su nombre y sus piedras de colores. La maestra aprendió con esos dibujos, los niños se lanzaron en la escritura, y nosotros sonreímos todas las mañanas al ver ese hermoso mural de arcoíris.
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