Deseamos cambios, pero los pensamos dentro de los márgenes que nos permite el mismo sistema. Una ciudadanía con alzhéimer histórico y con un ideario difuso o monocromático autolimita su alcance para actuar en consecuencia. Como en las películas actuales, queremos pasar a la acción cuanto antes, esperamos resultados inmediatos con acciones ilusorias. «Criticás, pero no hacés» es una frase recurrente cuando alguien cuestiona alguna iniciativa, máxime si es bienintencionada. Y así se dan mil campañas ilusorias, que mueven, pero no articulan; que promueven caridad, mas no solidaridad; que palían un efecto, pero no van a la raíz. Y luego, ¿cuántos realmente se cuestionan la efectividad de dicha acción? Así se nos sigue pasando el tiempo: haciendo por hacer.
El sistema de hedonismo de vitrina nos hace creer que no hay otro camino más que el actual. Que lejos del centro solo existen extremos (ese centro que, además, se sitúa corrido a la derecha). Al horizonte que Marx trazó, sin atajos ni sorteos, el sistema le ha interpuesto una montaña en medio que, aunque pareciera desmoronarse, no termina de sucumbir. Aceptamos resignados el reto a pesar de que no todos iniciamos el ascenso desde el mismo punto ni en las mismas condiciones. En esa eterna competencia individual avanzamos resbalando dos pasos de cada tres, aspirando a una cumbre que muy pocos alcanzarán. Y es que, además, es un ascenso engañoso, ya que la clase social de la que partimos es, generalmente, la misma del final. ¿Acaso no hay otra ruta más que la vertical? Desdibujado está el plano horizontal de la memoria colectiva.
En ese devenir de nuestros tiempos, la lucha contra la corrupción ha adquirido para muchos el papel de faro, de lumbre entre tanta podredumbre. Subidos en el barco contra la corrupción, sin otra brújula más que la de esa lucha, este nos llevaría inevitablemente adonde la corriente dominante le plazca. Y es que, como bien dicen, la lucha contra la corrupción no tiene ideología y, por tanto, aunque nos guíe por una ruta más límpida, transparente, el destino será el mismo.
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Si solo nos dejamos llevar por el camino trazado actualmente, con la única bandera de la lucha contra la corrupción, estaremos legitimando y reforzando el modelo de derecha neoliberal con el que nuestra oligarquía —iletrada, conservadora y finquera— ha regido desde 1954 ya fuera con golpes de Estado, con fraude electoral, utilizando fondos del Estado o con (¡ejem!) financiamiento ilícito. Avalaríamos también, sin siquiera cuestionarlo, el Plan de la Alianza para la Prosperidad del Triángulo del Norte, impuesto por intereses puntuales de Estados Unidos, al cual la mayoría de los empresaurios se han tenido que alinear y el cual contempla continuar con la política extractivista del país —más minería, monocultivos, megaproyectos hidroeléctricos—, mantener los privilegios y los monopolios, incrementar las deportaciones de indocumentados y militarizar las fronteras.
Estas líneas son una apuesta por la ideología, por aquella que nace de una verdadera y consciente introspección, definida a partir de nuestras experiencias, de nuestras lecturas y de nuestros valores, como la empatía y la solidaridad. Por esa ideología que luego ha de reafirmase con la congruencia de nuestro actuar. Apuesta finalmente, ya que, al brindarnos claridad y definición, nos fortalece como ciudadanos para tomar un rol integral dentro de la sociedad (y no solo como individuos), para estar políticamente activos desde nuestros espacios colectivos, para ejercer una democracia más plena.
Cuando Otto René Castillo remata contra los intelectuales apolíticos, yo también ampliaría su cuestión a los ciudadanos desideologizados:
¿Qué hicisteis cuando los pobres
sufrían y se quemaban en ellos,
gravemente, la ternura y la vida?
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