Su oferta —después de un discurso arrastrado y adulador— es la misma de siempre: Por 200 mil quetzales una cuarta o quinta casilla para lograr una curul en el Congreso. El triunfo se da por seguro. Y si no llegara a entrar el incauto que acepte esa cuarta o quinta casilla, se le repondrá su inversión con un jugoso chance a escoger «cuando nuestro partido esté gobernando». Por si acaso, se le advierte que la primera opción no es negociable.
Empero, si el ofertado se pone al tiro y argumenta que su currículum u otro atributo lo hace merecedor de la segunda casilla, entonces el cañonazo —si el partido es de los posibles triunfadores—, no baja de 4 millones. Y uno se pregunta, ¿qué negocio es ese donde se invierte más de lo que legítimamente se puede ganar? Porque, un diputado raso gana no más de 28,000 quetzales mensuales, lo que significa una bicoca de 1 millón 344 mil al término del periodo de cuatro años. Entonces, ¿de dónde salen los otros 2 millones 656 mil que faltan para cubrir la inversión?
Así lo ven, así se ve el negocio de las elecciones generales en Guatemala. El problema para el Estado es que ese tipo de “empresario”, es la gente más ignota, vulgar y tramposa que pueda haber sobre la faz de la Tierra.
Esta cruda realidad se repite cada cuatro años. Llega el que invierte más, no importa su nivel académico, nivel cultural, cariz moral ni su trascendencia en el grupo social al que pertenece. De esa cuenta, diputados hay que ignoran la diferencia entre Estado, República, Nación y País. Utilizan los términos como sinónimos y nos avergüenzan constantemente. Dicho sea, esa vergüenza ajena que sufrimos quienes pagamos sus obscenos salarios no deviene únicamente de las declaraciones absurdas que profieren cuando tienen un micrófono enfrente, también sucede a causa de los espectáculos bochornosos que ofrecen de cuando en cuando: Llevan cohetes al pleno, megáfonos estridentes, se insultan y se dan de golpes cual vulgares bandidos de película de media estrella.
El aparecimiento del envaselinado —que puede ser un simple mensajero o quien ocupa la primera casilla porque necesita más y más dinero para su campaña—, es síntoma y signo de que ideología no hay. Necesitan, como me dijo quien me visitó hace una semana, “pisto para apoyar a los candidatos a alcalde”.
Extrañamente, este señor con Moco de gorila en el pelo, no me pidió ahora una cuota ya estimada. Me dejó la oportunidad de negociar porque a decir de él también necesitaban de «mi personalidad para impactar más» (ignoro qué quiso decir con ello). Y ojo que no me dio a conocer quién era el ungido para la primera casilla. “Es un gallo tapado de primera” me dijo.
Se fue con los dientes destemplados. Le pedí respeto para mí, para mi familia y le solicité no volver con semejante discurso para no verme en la obligación de expulsarlo de mi clínica.
Al salir, (lo acompañé hasta la banqueta del edificio), vi un desfile que a guisa de ensayo interrumpía el tráfico vehicular y peatonal. Era de estudiantes de educación media: batonistas rimbombantes, trompetas sonando desacompasadamente y redoblantes tratando de imponer un paso marcial. Me pregunté: ¿Sabrán estos patojos y sus maestros qué celebran realmente? Y, de haber podido, les habría contado que —sin estar al corriente— estaban homenajeando a padres de la Patria al mejor estilo del envaselinado que yo acababa de despedir. Ya don Gavino Gaínza con sus saltos del grupo realista al independentista, vuelta de nuevo y regresando después al independentista pero ahora ligado a Agustín de Iturbide en México, había inaugurado esa deshonrosa ruta tan transitada por nuestros diputados: Saltar de un partido a otro sin importar la ideología. Y doña Dolores Bedoya la de los acarreados.
Hace un año, en mi artículo Los saltos de don Gavino, propuse repensar el significado de próceres y padres de la Patria. Hoy, después de recibir la cuatrienal visita del envaselinado, propongo no sólo replantearnos tal distinción sino también la de los diputados. Nuestro país, nuestra Patria, nuestra tierra merece más respeto.
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