Quizá el escándalo más reciente fue la destrucción de una de las esculturas de jaguar que adornan la 6ª avenida de la zona 1. Al parecer, los responsables fueron “borrachos que frecuentan un antro de los alrededores”.
Sin duda, la destrucción de esta escultura es el menor de los costos del abuso de las bebidas alcohólicas. Calles convertidas en letrinas públicas, accidentes de tránsito, violencia intrafamiliar, alcoholismo como enfermedad crónica y a veces incurable, son solo algunos ejemplos que ilustran la enorme magnitud del problema, que empequeñece la capacidad actual del Estado guatemalteco para enfrentarlo.
Con la prohibición que intentó Estados Unidos en las primeras décadas del siglo pasado, quedó históricamente demostrado que esa no es una opción efectiva de solución. Ni con Eliot Ness y los intocables se puede asegurar su aplicación, y tarde o temprano nos llenaríamos de Al Capones.
Si el consumo de bebidas alcohólicas es algo que no se puede prohibir, pues sin duda es algo que se debe controlar muy estrictamente. Las policías de tránsito debieran aplicar controles y sanciones cada vez más severas, y la Policía Nacional Civil debiera montar operativos para suprimir escándalos y demás desórdenes causados por borrachos. Los desafíos técnicos son menores, se cuentan ya con pruebas de alcoholemia y los lugares más problemáticos son bien conocidos, la 6ª avenida de la zona 1, los alrededores de las universidades, la “zona viva” y un –demasiado largo– etcétera.
Pero, con toda razón, las autoridades centrales y municipales demostrarían que no cuentan con el presupuesto adecuado para ejercer este control estricto. Menos para reparar las esculturas dañadas… Y luego el reclamo válido, ¿por qué la totalidad de los contribuyentes tendríamos que pagar por los abusos y excesos de quienes no se pueden controlar al beber?
Si no todos, ¿quiénes entonces deben pagar por el costo del control adecuado? La respuesta tampoco es técnicamente complicada: los productores, importadores y consumidores de bebidas alcohólicas. Estos son los que deberían cargar con los denominados “sin taxes”, impuestos específicos altos, confiscatorios si fuera necesario, que gravan la producción, importación y consumo de productos dañinos para la salud, y que sirven para sufragar los costos del exceso de su consumo. Y técnicamente los responsables ante la ley de estos impuestos deben ser los productores e importadores, quienes luego deciden qué fracción de los impuestos específicos cargan a cuenta de sus –enormes– utilidades, y qué fracción cargan en el precio de sus productos trasladándoselo a los consumidores.
Sin embargo, los productores e importadores en Guatemala eluden estos “sin taxes” al amparo del artículo 243 de nuestra Constitución, cuya interpretación se ha malentendido por décadas. Artículo que por cierto no aparece en la propuesta del gobierno para reformar la Carta Magna.
Así, por ejemplo, la Cervecería Centroamericana llama a celebrar 125 años de monopolio, subsidios estatales, un mercado sin la regulación adecuada e impuestos específicos demasiado bajos. Vivimos a diario los costos del alcoholismo, y ni siquiera nuestra Constitución nos ofrece una ruta para corregir más de un siglo de un marco legal equivocado. Y cuando surge una nueva oportunidad para enmendarlo, una corrección política timorata y aguada del Ejecutivo omite la que debiese ser la urgente e ineludible reforma al artículo 243 de la Constitución.
Así, la próxima vez que vea un borracho orinarse en la calle, un familiar accidentado por conducir ebrio o una mujer golpeada por su marido alcohólico, recuerde la propuesta del Ejecutivo para reformar la Constitución. O también, recuérdela cuando escuche los anuncios publicitarios del 125 aniversario de la empresa cervecera.
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