Esa misma noche la llevaron a la morgue del Organismo Judicial en donde le practicaron la necropsia, y horas más tarde en la funeraria la bañamos, la vestimos y la arreglamos para enterrarla al día siguiente.
No voy a decir que visito la tumba de mi mamá todas las semanas, ni siquiera todos los meses. Pero ir al cementerio me ayuda a aliviar su ausencia. Después de pulir las letras y el florero de bronce, arreglo y coloco las flores, y enciendo las varitas de incienso chino para ella y los demás familiares que están ahí. Al final, me siento a fumar un cigarro, como lo hacía ella cuando estaba viva. Interesante cómo algunos vicios nos hacen sentirnos más cercanas.
Pero lo peor no termina aquí. Lo peor es que ella es sólo una de las más de 250,000 personas que fueron víctimas del Estado de Guatemala y su política contrainsurgente. Cualquiera que aspirara a cambios en este país se convertía en “el enemigo” que debía ser eliminado a toda costa. Lo peor sigue cuando el asesinato es el menos malo de los crímenes, comparado con los cientos de masacres o las 45,000 personas que fueron secuestradas, torturadas y después desaparecidas. Lo peor es cuando hay cientos de miles de personas preguntándose todavía dónde están sus parejas, sus hijos(as), sus hermanos(as), sus mamás o papás.
Recuerdo estar visitando a una amiga cuatro años después que su papá había sido secuestrado y no había aparecido; tendríamos en ese entonces 14 o 15 años. Alguien tocó el timbre de su casa (ya en otro país) y su reacción fue levantarse corriendo a abrir la puerta y exclamar: “¡Tal vez es mi papá!” Y es que si para mí fue difícil enterrar a mi mamá, apenas puedo empezar a imaginar lo duro que es para la familia y las amistades la desaparición de un ser querido. Es imposible meterme en sus zapatos y adivinar el dolor que sienten a partir de la incertidumbre, del no saber qué les pasó y en dónde están.
En Guatemala, cuando algo malo nos pasa, solemos consolarnos con la idea que “pudo haber sido peor”. Pero cuando los familiares de una víctima de un asesinato político pensamos “por lo menos no la secuestraron, no la violaron, no la torturaron y nos dejaron enterrarla” es porque nuestra sociedad ha llegado al cinismo extremo. Si además no hacemos el esfuerzo por condenar estos crímenes pasados o, peor aún, justificamos la violencia y la crueldad extremas en aras de “salvarnos del comunismo”, que no nos extrañe la debilidad actual de nuestro sistema de justicia o el uso cotidiano de la violencia para enfrentar nuestros problemas.
Así como cuando una persona va con un(a) psicólogo(a) busca procesos o eventos en su niñez y juventud que puedan explicar su personalidad y sus problemas actuales, de igual manera una sociedad encuentra en su pasado los procesos históricos que explican las condiciones en las que se encuentra hoy. Si queremos trabajar por un futuro más sano entonces la lucha por la memoria y la justicia no puede ser una tarea sólo de quienes fueron víctimas (directas o indirectas) de la represión, es una tarea de la sociedad en su conjunto.
Hace casi un año que la Corte Interamericana de Derechos Humanos (CIDH) emitió sentencias condenando al Estado de Guatemala por el secuestro y desaparición de Fernando García, así como la desaparición de 27 personas individualizadas en el Diario Militar. El actual gobierno no sólo no ha tenido avances relevantes en el cumplimiento de las sentencias, sino que ha llevado a cabo diversas maniobras para desconocer el mandato de la CIDH. El trabajo por la justicia sigue en pie para estos y muchos otros casos, pero aún cuando se logren llevar a cabo procesos ante el sistema de justicia, la desaparición forzada es diferente a otros casos; las audiencias, condenas, reparaciones económicas o morales no son suficientes. Los familiares continúan en la incertidumbre, pero mantienen la esperanza de volverles a ver, por eso la búsqueda continúa y el trabajo no termina… hasta encontrarles.
*La versión original de este texto fue publicada en abril de 2012, en el blog ¿Y ahora qué muchá?
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