Fitch enfatiza que la calificación de BB+ no mejorará en los siguientes dos años. Sin embargo, destaca la intención del gobierno por llevar adelante una reforma fiscal apoyada por el sector privado, y prevé una crecimiento del 3%, que no considera suficiente para superar los problemas estructurales que aquejan al país.
El papel de las calificadoras es altamente controversial. Antonio Tajani, Vicepresidente de la Comisión Europea, en entrevista publicada el pasado día domingo en El País, acusa a las calificadoras de “chantajistas” que trabajan a favor del dólar –al realizar continuas degradaciones a la deuda de los países de la Unión Europea– y de no utilizar parámetros objetivos. Curiosamente, palabras más o menos, el criterio de Tajani es compartido por varios miembros del Congreso de los Estados Unidos, que después de la rebaja de la calificación de la deuda de ese país en el pasado mes de agosto de 2011, cuestionaron fuertemente el papel de estas entidades, su objetividad, y la utilidad misma de sus análisis.
Las razones para desconfiar de estas agencias sobran. Entidades como Enron en 2001 o Lehman Brothers en 2008, contaban con una calificación de AAA –máxima nota posible– otorgadas justo antes de sus quiebras. Entre ambos sucesos se pueden contar varios errores de estas entidades, que permiten dudar razonablemente de cómo cumplen su función de orientar a los inversionistas sobre el riesgo que afrontan al colocar sus recursos en los productos financieros de empresas o países. Basta recordar que Bernard Maddoff también presumía de una calificación triple a, al igual que la mayoría de los paquetes de hipotecas basura que originaron la crisis de 2008.
Lo cierto es que el trío de agencias calificadoras de riesgo, Standard & Poors, Moody´s y Fitch Ratings, son un negocio altamente rentable, especialmente dentro de la actual crisis de la deuda soberana, en la cual las críticas, errores y desaciertos no les han impedido incrementar sus ganancias de manera bastante considerable.
Estas tres agencias, por las cuales pasa la casi totalidad de la calificación de las emisiones de crédito en el mundo, se han convertido en un actor político, cuya actividad tiene efectos más allá de los ámbitos financieros, y afecta directamente la gobernabilidad. Desde las crisis asiáticas de 1997, la crisis argentina del corralito en 2001, y la rebaja de la calificación a la deuda de los Estados Unidos en 2011, podemos encontrar un denominador común, que comienza con una “advertencia” de la agencia al gobierno respectivo y una consiguiente rebaja de calificación, que en no pocos casos, causan efectos catastróficos sobre el modelo democrático.
No pocos economistas, como por ejemplo, Timothy Sinclair –Universidad de Warmick– o Paul de Grauwe –Universidad de Lovaina– consideran que las calificadoras de riesgo fallaron en dar la voz de alarma que hubiera ayudado a evitar la crisis de 2008, y en el contexto de la nueva crisis, virtualmente exageran sus funciones, reduciendo el riesgo de maniobra de los gobiernos ante la crisis, agravando las profundas crisis sociales que viven países como Grecia.
Lo contradictorio es que las calificadoras parecen haberse atribuido para sí, la responsabilidad de auditar y exigir transparencia y cuentadancia a los gobiernos, a pesar de que los criterios con lo que operan están caracterizados por la opacidad y favorecen la especulación.
El modelo de las calificadoras de riesgo podría estar por acabar, aunque no inmediatamente. Tajani anuncia la intención europea de reemplazar el actual sistema por una agencia de calificación europea, que evite lo que denomina “ataques de relojería”. En los Estados Unidos existe una iniciativa en el Congreso de ese país para regularlas y responsabilizarlas de sus acciones. Sin embargo, seguramente veremos más de Standard & Poors , Moody’s y Fitch mientras se desarrolla la recesión que ya afecta a Europa y Estados Unidos.
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