“Es una banda que se dedica a asaltar automovilistas en el sector” -señaló un inspector. Al presentarse al lugar del hecho, personas que dijeron ser amigas o conocidos, aseguraron que era jardinero. Deja enferma a su compañera de vida y un hijo de 2 años de edad”.
“El último día de su vida, Adán García…” Rubén Blades lo canta seguramente mejor que nadie. Se levantó, el tipo, a las tres y media o cuatro de la mañana. Arañó como pudo un pan dulce de días anteriores. Quizás hasta tuvo la dicha de tomarse un café de la Jarrillita. La mujer enferma se las apaña con puros atoles que la vecina le prepara. Observa de reojo a su hijo: el niño que seguramente se levantará en poco tiempo, acaba de mojar la cama. La suya, porque no hay otra. No lo despiertan, total… para qué. Y sale, echando espuma de la rabia: “Esto se acabó, vida. La ilusión se fue, vieja. El tiempo es mi enemigo. Y yo para vivir con miedo, prefiero morir sonriendo. Con el recuerdo vivo”.
La ilusión… Ésa que nos mueve a todos y que a Adán se le fue diluyendo entre los dedos de las manos. Nos aferramos a las ilusiones porque son nuestras. “¿Te decidiste?” Solo se sube a la moto, y se va con los demás. No dice nada, total… para qué.
El resto lo conocemos ya: el hombre muere con el cuerpo medio calcinado porque al robar un teléfono le disparan al tanque de gasolina de su moto. En medio de las llamas se acaban la vida, la ilusión y el miedo. Tremendo escenario para darle rienda suelta al odio desenfrenado: ¡que se pudra el ladrón! No nos vemos reflejados en el Otro porque no miramos que las profundas contradicciones del otro, son las propias. El Otro es mi frontera infranqueable. ¿Y si hubiera podido ser él? No es cuestión de probabilidad estadística o una eventualidad remota en esta sociedad donde reproducimos el odio –como hongos en bosque nuboso. Ese día, un amigo lloraba por el hombre de la moto. Por él, pero fundamentalmente, por la forma execrable que tenemos de anular al Otro. Todos tenemos esa contradicción que nos marca profundamente: la vida y la muerte. Lo sabremos algunos que, cuando estuvimos frente a la muerte, no lo notamos. Agarrada de su mano, la muerte pasó rozándome y no me di cuenta. Como me diría mi mejor amiga nicaragüense, la muerte está tan dentro nuestro que no nos percatamos de ello: el límite entre vida y muerte es tan hijuesumadremente fino que asusta.
Semana difícil, esta última semana de febrero. Nada es fácil en Guatemala y por eso cuando parece que te cierran pequeñas ventanas de aire fresco, sientes que te encierran en una caja negra. De todo lo que se ha dicho mesurada, y sobre todo atropelladamente sobre el cierre del blog en Plaza Pública me quedo con la certeza que tanto el público, los periodistas como los columnistas, sienten el proyecto de PzP como suyo.
El daño está hecho. Pero ello no debe impedir que seamos capaces de reflexionar cómo las profundas y tensas contradicciones de Guatemala, están presentes en espacios como éste. No se pueden resolver: esas tensiones entre la vida y la muerte, existirán siempre. Aún así, creo –porque no tengo vocación de mártir– que se puede apostar por la vida en medio de esas contradicciones. La vida se define justamente en esos momentos límite. ¿Complicado?
Pensando en estas cosas, recorría el camino que me lleva a la oficina. El sol aún no alumbraba y soplaba un viento tímido que azotaba las raquíticas jacarandas. Sí, raquíticas. Me detengo a contemplarlas. Una a una iban desfilando ante mí, pelonas, desnudas, las ramas débiles ondeando como en señal de auxilio. Y de repente, vislumbro una única jacaranda en flor: pequeña, vulnerabilísima. Pero en flor. Y por ahora, eso me basta.
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