Hablar sobre ellos, simplemente, es una deuda para mí. Hace poco me descubrí rodeada de emigrantes, y rodeada solo es una forma de decirlo. Habitan en mi corazón, están en mi historia, pero todos ellos están muy lejos.
Tengo y conozco tantas historias diferentes sobre emigrantes, desde aquellos que llaman casi a diario a sus casas, cuya ausencia solo parece ser un detalle que casi ni se nota, hasta relatos muy tristes, como el que me contó un anciano cuando yo era periodista en Prensa Libre.
“Se fue”, me dijo. Y me mostró una vieja y arrugada fotografía de su hijo de unos 20 años. Habían pasado tres años desde el último día que lo vio. “No era así, siempre se preocupó por mí”, me dijo. Le costaba creer que tal vez lo hubiera olvidado. Su corazón le decía que estaba muerto: no supo más de él y quería que se publicara su fotografía para ver si alguien lo reconocía.
Un estudio reciente dice que los inmigrantes son ya el 17 por ciento de la fuerza laboral en Estados Unidos. Según información oficial, son ya casi 1.5 millones los guatemaltecos en ese país.
“Puede ser que sea el sistema y a tal grado sea la fuerza de la situación que afectó el amor”, dice una de las estrofas de El Norte. Y la más lapidaria: “Y si aquí se pudiera vivir” duele solo escucharla. Un amigo inmigrante en New York la escucha constantemente y dice que es recordar a Guatemala. Recordar es un sentimiento recurrente en la gente que se va.
Les pregunté a varios amigos qué consecuencias provoca tener una familia separada. Una de esas respuestas me resultó familiar. “Es difícil: la mitad de mi corazón está allá y la otra la mitad aquí. Siempre se está divido. Sacrificamos por un mejor porvenir el no crecer con mi papá, pero él también se lo perdió”, me dijo una amiga.
A mi familia también le afectó la emigración. Un miembro muy cercano de mi familia, con más de 50 años de vida, decidió emigrar. Lleva viviendo “allá” poco más de siete años. Quiso probar suerte lejos de sus hijos y nietos y ahorrar un poco para su vejez. No ha estado en mi cumpleaños, el de mis hermanos ni en los de sus nietos. Se perdió nacimientos, bodas, navidades, años nuevos. Siempre le invocamos. Es, simplemente, el pilar de nuestra familia. Contribuye grandemente al sustento de mi familia.
Es por ello que me lleno de rabia cada vez que veo o escucho historias de abuso a inmigrantes o las intenciones de algunos políticos estadounidenses de crear leyes que intentan violar los derechos humanos de personas que han emigrado.
Ayer vi una noticia sobre un grupo de estudiantes que decidió vestir una playera con una leyenda que dice “Soy inmigrante y qué”, sentarse a las afueras del campus de la Universidad Estatal de Georgia, Estados Unidos, y “confesar” su carencia de documentación y esperar a que la Policía los arrestara. En menos de una hora habían sido llevados a prisión. Todos son estudiantes, buenos estudiantes indocumentados. Dicen estar cansados de sentir miedo por no tener documentación y por las leyes que se están haciendo para criminalizarlos. Me sentí solidaria con ellos.
En la inmigración todos perdemos, no solo los que emigran y los que no los quieren allá, perdemos las familias, perdemos los hijos, las hijas, las madres y los padres, los hermanos y hermanas, todos. Los emigrantes además de la fuerza laboral también están dejando su juventud, su tiempo y su vida lejos de los suyos.
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