Teóricos sociales de calle han argumentado muchas veces que si la cifra total de todos los planes de salvataje financiero (los llevados a cabo en Europa y en Estados Unidos) se dividiese dentro del número total de individuos que pueblan la Tierra habría dinero suficiente para darle a cada habitante del globo US$2 millones. Cierto o no, en realidad hay un punto que no deja de ser ficción: el volumen bestial del capital internacional y las cifras necesarias para salir de esta crisis. Los números son aterradores. El gobierno del presidente Barak Obama ya alcanzó el techo propuesto de deuda por US$14.3 billones y busca una ampliación para no caer en suspensión de pagos que paralizaría al Gobierno. Y si para el próximo 2 de agosto no encuentra una ampliación del presupuesto podría asumirse que Estados Unidos (y, por ende, el mundo) entra en otra recesión. El descalabro fiscal se hace contrastante cuando los medios siguen mostrando que las compensaciones y bonos multimillonarios a los CEO’s siguen siendo una práctica recurrente en la economía americana corporativa. El comportamiento bastante conservador del presidente Obama al continuar rescatando a las agencias financieras, a las agencias de crédito (entre otras), le ha costado caro, pues dicho recurso monetario no logra hacer despegar una economía que se niega a reducir las tajadas de ganancia y los niveles de consumo esquizofrénicos. Por el otro lado, la inversión estatal en puentes, vías aéreas, trenes y carreteras ha superado ya los tres años del testeo clásico keynesiano. No por nada, en una reciente aparición pública, el expresidente Bill Clinton sufrió de un lapsus lingue al afirmar que si se declarara una moratoria de la deuda de Estados Unidos (600% de su PIB) pues no pasaría simplemente nada. Vaya consuelo.
En términos de teoría económica, el dilema podría plantearse de la siguiente forma: ¿el aumento de la cantidad de la masa monetaria por sí sola produce inflación? Dicha pregunta es un postulado clásico de los economistas ortodoxos liberales. Los teóricos anclados en el marxismo nos dirían que la inflación es un proceso que aparece frente al conflicto social entre los productores y los consumidores. En términos de Marx: entre los propietarios y los proletarios. En lenguaje de políticas públicas, Estados Unidos tendría algún rubro para maniobrar antes de la catástrofe. Es decir, si se declarara una supuesta moratoria de deuda y el dólar estadounidense perdiera toda confianza internacional, no habría una repatriación masiva de dólares proviniendo de todo el globo. Los dólares que el mundo tiene en sus manos nunca van a regresar a Estados Unidos masivamente. Y si lo fuera, podría pensarse que la Reserva Federal los compraría para transformarlos en deuda. Es decir, el establishment político tiene salida.
Donde hay que poner los ojos es en la sanción moral, pues esta no ha sido uniforme. La corriente de jóvenes españoles que inicialmente se constituyó en el movimiento Democracia Ya, y que ha sido denominado el 15-M, lo decía muy bien ayer a las puertas de una reunión de banqueros en Madrid: “Tenéis demasiado dinero”. Este colectivo que ha tomado la Plaza del Sol en Madrid comienza a replicar su esfuerzo en diferentes provincias, barrios y calles de toda España. Podría pensarse que estos muchachos son los modernos soviets, las juntas de aquellos indignados que hoy reclaman lo que todos los marginados del proceso económico reclaman: que el dinero no se queda en manos de quienes lo trabajan con el sudor de la frente, sino en manos de quienes lo inflan y producen burbujas de bonanza falsa. El fenómeno, entonces, cómo lo explicaba en 1920 el historiador ruso Nevski, es el mismo: “El soviet, la junta, el consejo de trabajadores ferroviarios evoluciona y se transforma hasta agrupar a todos aquellos que reclaman la justicia en el proceso productivo”. Aquella primera revolución de 1905 en Rusia hizo sentir lo que en 1917 sería ya un proceso de transformación muy claramente pensado, diseñado, politizado y apropiado por un proyecto de Imperialismo Ruso. (Gramsci dixit, de Maquiavelo a Lenin).
Sin embargo, lo que estos jóvenes españoles sin filiación política, sin una toma de conciencia obrera tradicional y sin un proyecto programático nos muestran, es que hay que indignarse: indignarse de que se rescate al que infla los precios, indignarse de que el banco que irresponsablemente dio las hipotecas (porque había que hacer crecer la burbuja) hoy nos remate el piso, hay que indignarse de los privilegios de las clase política, hay que indignarse de los bajos impuestos que pagan las grandes fortunas y los enormes impuestos que pagan el consumidor de clase media, hay que indignarse en cuanto a que la conciliación laboral no se haya logrado y que las empresas sigan despidiendo pero el cheque de los gerentes no se reduce.
Si Marx hubiese estado vivo en aquel enero del 2009 cuando los titulares del NY Times reportaban despidos diarios de 150 mil trabajadores, probablemente hubiese esperado, al igual que Schumpeter, que el capitalismo colapsara y que el estadounidense promedio se volteara contra el sistema. Todo lo contrario. Lo que vimos fue un clásico ejemplo del síndrome de Estocolmo.
Si ese original Marx que nos presenta Shlomo Avineri, el Marx político, ese Marx que no es marxista (ni mucho menos soviético ni castrista) contemplara las protestas en Madrid, probablemente las equipararía (si pudiera, claro) a las protestas de la Comuna de París. Se preguntaría quién respalda la soberanía del obrero y de los jóvenes españoles que no están dispuestos a ceder ni un paso en las conquistas obtenidas.
La crisis no ha sido culpa del Estado benefactor, ni de la política social, ni de la política que equipara diferencias, ni de la democracia moderna. Ha sido culpa de otros, y que hoy a pesar de la crisis hay que decirles: “Tenéis bastante dinero aún”. Hay un reclamo no oído, no escuchado, sobre cuán tanto es justo acumular. Reclamo sí, articulado por Marx. Pero también por John Locke (el padre del liberalismo político), por John Stuart Mill y por el mismo David Hume.
Haríamos bien en desideologizar el debate y escuchar también la indignación de los clásicos.
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