Mientras tanto, el sistema pasó ya a la etapa siguiente: declaraciones protocolarias de “ganador” y “perdedor”, especulación sobre nombramientos de nuevos funcionarios (según el financiamiento a la campaña o los favores pendientes, faltaba más), y medios de comunicación contando de nuevo la misma historia: la capital y los cascos urbanos se atrincheraron en la posición más conservadora, dándole el voto a un inexpresivo militar de mano dura, mientras las áreas rurales más golpeadas por la pobreza, concedieron el voto a un mesiánico discurso populista, también de mano dura. Los análisis sobre el proceso picotean en torno a ese mismo escenario. Nada nuevo bajo el Sol.
No se habla críticamente de la profunda desconfianza, escepticismo o indiferencia ante la democracia representativa, manifestadas en el abstencionismo, los votos nulos y en blanco, que juntos sumaron más de lo que cada candidato logró conseguir por su parte. Pasiva y silenciosamente, se da por hecho un implícito consenso ante el sistema electoral, a pesar de que fueron solo dos millones de votos los que nos encasquetaron, por cuatro años, de nuevo a un militar.
¿Y ahora, qué? me pregunto, sin encontrar relación alguna entre democracia y mano dura. Sin encontrar relación alguna entre la democracia que estos políticos prometieron en campaña y sus históricos aportes para agravar las condiciones de este sistema, más preocupado por gestionar la muerte que por promover la vida.
Entonces pienso en ese refugio que queda siempre donde haya crítica: si lo que nos están vendiendo es democracia, no debemos olvidar que no hay democracia sin protesta, no hay democracia sin fiscalización. La protesta, la fiscalización, el acto vital de contar las costillas a aquellos que tienen en sus manos la decisión de nuestro futuro, es elemento vertebral de una democracia entendida en interés de todos y no solo de una cúpula oligárquica. El derecho a disentir, a criticar y a protestar nos asiste a todos. Hayamos o no votado.
Si el Estado tiene sobre todos nosotros, sin excepción, el poder de tomar decisiones, de controlar los recursos económicos, de monopolizar el uso de la violencia… todos nosotros, sin excepción y como mínimo, tenemos derecho a ser críticos respecto de ese poder. Con solo exigir los derechos más elementales ya estamos siéndolo, tal como las cosas están de mal.
El ejercicio de la crítica es un rasgo primario de la ciudadanía. Es lo que nos mueve a interesarnos y comprometernos con los problemas que nos atañen como ciudadanos, no solo por canales institucionalizados como el voto. Votar o no votar deriva de una reflexiva posición política, pero no deja de ser cuestión de procedimiento. Lo que está por venir es la carne del asunto, es nuestro futuro, y en eso deberíamos comprometernos, partiendo de reconocer la dispersión y atomización en la que nos encontramos como sociedad civil y la carencia, tan obvia, de un mínimo proyecto de interés común.
El activismo cívico, como posibilidad de involucrarnos y comprometernos con los problemas que nos atañen como ciudadanos (como la privatización de las pocas instituciones públicas que quedan, la eterna conflictividad agraria, la entrega y depredación de nuestros recursos naturales, la exigencia de un sentido democrático de la seguridad y la justicia, entre otros) está más allá del 6 de noviembre y es lo que realmente determina nuestra calidad ciudadana. Es lo que nos queda en las manos, la cuota de soberanía que podemos moldear de forma creativa y emplear crítica, política y activamente durante los próximos cuatro años.
Sobre esto conversarán mis amigas y amigos del Grupo Intergeneracional, mañana, a las 15 horas en la Radio Nuevo Mundo (96.1 FM).
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