Tres muertes tan violentas como invisibles. Tres niños del conflicto armado. María Margarita, asesinada por unos sicarios el pasado fin de semana frente a sus dos pequeños, se va dejando a sus hijos en medio de un crudo conflicto que no cesa, en medio de esta impunidad que no hace justicia por esas brutales maneras de arrebatar la vida. Se va Margarita, de la misma manera que se fueron Antonio y Oscar. ¿Quién dijo que los desalojos resuelven algo?
Somos un país que no termina de lamerse las heridas. El terror de la masacre de Panzós, que está apenas a unos años atrás, se amalgama crudamente con esta violencia del presente, en el mismo sitio. Guatemala es un eterno déjà vu con la marca indeleble de muchos golpes. Este país, como decía Arce, es un dolor repetido y descuidado, que se reproduce incesantemente.
La conflictividad agraria sigue hirviendo en Guatemala y las válvulas de escape nunca habían sido tan disfuncionales. ¿Cuántos muertos ha habido este año por conflictos vinculados a la tierra y los territorios? ¿Cuántas de esas muertes se explican a la luz de una problemática estructural, más allá de atribuirse a un “clima de violencia” descoyuntado de sus causas? ¿Cuántos partidos políticos tienen una propuesta para abordar esta conflictividad, este grito ahogado desde hace tantos años?
Es un argumento trillado ese de la imposibilidad de retroceder el tiempo para resolver los problemas agrarios, o ese otro de que la solución a la pobreza no está en repartir la tierra. Como si se hablara de conclusiones derivadas de sesudas reflexiones y debates en serio para construir posibilidades de salida. ¿Será posible proponer soluciones (soluciones, no paliativos) a partir de una miopía histórica tan conveniente para los terratenientes? ¿Por qué no retrotraer la situación jurídica de las tierras al momento de su inscripción, revisar los mecanismos de adquisición, la historia escondida detrás de ellas? ¿Es que la historia agraria del país se escribe solo a partir de 1877, cuando se crea un registro para inscribir las tierras y garantizar los derechos reales sobre ellas?
Guatemala está marcada por una larga historia de despojo violento de tierras, que ha permitido fluir el nefasto circuito de acumulación, represión, desalojos y acumulación, a la vieja usanza oligárquica, a la que Luis Solano se refiere muy bien en la publicación del Enfoque de mayo. El siglo XIX es clave en este análisis, porque la fundación de la república se acompaña de la producción de un andamiaje legal que sostiene el sistema político y económico que los criollos diseñaron a su medida. La segunda mitad es decisiva respecto de la repartición de la tierra, ya que es en 1877 (época de expropiación y venta, “cesión” o “adjudicación” de muchas tierras por parte del Estado) que se crea la figura del Registro de la Propiedad, para dar seguridad jurídica a los propietarios. Luego, en 1879 se promulga una Constitución inspirada por los ideales del liberalismo, que protege la propiedad privada como nunca antes. Nuestro constitucionalismo, inspirado (como en el resto de América Latina) por el de Estados Unidos, que expresa en buena medida las clásicas formulaciones de John Locke, se caracterizó por proteger la propiedad privada en un mismo nivel que la vida y la libertad. Prácticamente, nada ha cambiado hasta hoy.
Así, el discurso legalista que oímos alrededor de estos conflictos, con expresiones de los terratenientes al estilo de “que se cumpla la ley”, “que se respete el Estado de Derecho”, “que se garantice la seguridad jurídica”, etc., puede traducirse básicamente como “que se proteja, respete y garantice mi propiedad (cueste lo que cueste)”. Esto podría filtrarse si no nos hiciéramos algunas preguntas previas: ¿cómo llegó a concentrarse la tierra tan inequitativamente en este país que, en pleno siglo XXI, sigue siendo una gran fincona? ¿En qué momento, bajo qué títulos, en qué circunstancias se inscriben las tierras? ¿A quién pertenecían, cómo se expropiaron, bajo qué discurso de justificación? ¿Cuál es el aparato legal que brinda “seguridad jurídica” a todo esto, de quién fue la invención, quiénes tuvieron el poder para crearlo, quién respalda la titularidad de la propiedad, los famosos “papeles” que hoy hacen prueba fehaciente en juicio?
Durante la colonia, el argumento de las doctrinas que justificaron la expropiación indígena, declarando vacantes sus tierras para adjudicarlas a la corona, era que dichas tierras eran “improductivas” por el estado de naturaleza atrasado, pre-monetario de los indígenas. Había que expropiarlas e introducir, entonces, el dinero y el comercio para que hubiera progreso (¿para quiénes?). El discurso de hoy es bastante similar: para lograr el crecimiento económico “del país” se pone la tierra a “producir en serio” (no como los indígenas, que solo la usarían para siembra de alimento) y se da empleo al campesino, para que de esa manera salga de la pobreza. Este discurso, como el anterior, se muerde la lengua, en tanto es incapaz de ofrecer datos empíricos para comprobar el progreso y la superación de la histórica miseria rural e indígena por esa vía. Lo que si puede demostrarse es el perfecto funcionamiento de un sistema que reproduce la explotación, el hambre, los salarios de miseria y la condena estructural a la pobreza.
Es muy fácil exigir que se cumpla la ley cuando se ha llegado a tener el Estado y el Derecho al servicio de este statu quo. La expropiación ha sido justificada en muchos momentos a lo largo de la historia, salvo cuando se habló de reforma agraria. Fue funcional mientras se llegaba a alcanzar cierto estado de las cosas. Luego, el tiempo se encargó de “naturalizar” ese estado de cosas y de hacernos creer que bastan las soluciones pasajeras a estos problemas que son un verdadero enredo histórico.
Por eso hay que desconfiar invariablemente de las soluciones que se proponen bajo el lente de “dejar de ser ‘resentidos’ machacando el pasado”, proponiendo un futuro incapaz de rastrear su propia historia. Estas posiciones suelen surgir comúnmente cuando se habla de asuntos de tierras, territorios, crímenes de lesa humanidad… es muy conveniente soslayar el pasado precisamente en esos casos, ¿no creen?
Les recomiendo ver el documental de Kinowo Media y Caracol Producciones, transmitido por Guatevisión hace un par de semanas. Tiene información crucial para comprender lo que sucede en el Valle del Polochic y brinda parámetros históricos para interpretar muchos de los demás conflictos agrarios vigentes e invisibilizados en Guatemala. Sobre este conflicto existen además completos reportajes escritos en este medio (Panzós en la Turbina y Q’eqchí’s vs. Chabil Utzaj: la batalla continúa) así como el debate “¿Quién invade a quién?”.
Es inútil esperar soluciones de los actuales candidatos políticos de puro y duro statu quo: ese desfile de títeres, compitiendo por poner la mejor cara de macho bravo cuando hablan de seguridad, de combate al crimen y al narco, nada han dicho al respecto. Definitivamente, las soluciones no están ni cerca de venir “desde arriba”. Como dice uno de los campesinos en el documental: “Aquí nacimos, aquí vivimos”. Somos compañeros de viaje, compartiendo este lugar tan inmensamente más pequeño que su propia tragedia; este país tan pequeño que, como dijo Arango, cabe en la mira de un fusil. Por eso, para bien y para mal, todo cuanto aquí sucede nos afecta y nos incumbe. A lo mejor entonces, nos corresponde a nosotros pensar “desde abajo” en lo que pueda funcionar...
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